CICLO A
TIEMPO
ORDINARIO
XXII DOMINGO
“La pasión es el camino de la resurrección”.
(Prefacio del II Domingo de Cuaresma). El acontecimiento que nos presenta el
Evangelio de hoy lo sitúa San Mateo en el contexto de la transfiguración: seis
días antes “empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a
Jerusalén y padecer allí mucho…y que tenía que ser ejecutado y resucitar al
tercer día”. Jerusalén es la meta de la pascua
última y definitiva de Jesús. Allí por el camino de la cruz, morirá y
resucitará lleno de vida y de gloria.
La pasión
y la muerte en cruz de Cristo es la culminación de su paso por la vida haciendo
el bien. La cruz es la suprema expresión del
amor y la entrega del que por nosotros los hombres y por nuestra
salvación bajó del cielo. La pasión y la cruz no son pasividad o gusto por el
tormento, sino consecuencia de “poner el amor, la verdad y la
justicia, por encima de su propio provecho y ventaja” (Benedicto XVI). Cristo Jesús es el gran
testigo –mártir-, al que tantos cristianos han seguido. Cristo muere en la cruz porque puso la entrega
y el amor a sus hermanos los hombres por encima de su propio interés.
Es la Cruz es el símbolo más elocuente del
infinito amor de Dios: Cristo, hombre verdadero y Dios verdadero, se sometió a
la muerte “y una muerte de cruz”. Como un hombre cualquiera, uno de tantos,
experimentó la injusticia, la traición, la impotencia, el abandono, la soledad,
la muerte. Si decimos con verdad que Dios nació, podemos decir que Dios
verdaderamente murió en la cruz. No fue una apariencia: la angustia ante la
muerte le hizo sudar sangre (hematidrosis). Jesús vivió y murió puesto en las
manos del Padre.
La pasión y muerte en cruz son la prueba del inmenso amor de Cristo: Un amor más fuerte que la muerte.
El Crucificado-Resucitado vence al pecado, al mal y a la muerte. La Cruz –el amor
hasta la muerte- es causa de resurrección. Dios levantó a Cristo sobre todo.
El hombre Cristo Jesús resucitó lleno de vida
y de gloria. El primero de todos, como causa y guía de nuestra salvación. Cristo “aceptó la muerte, uno por todos, para librarnos el morir
eterno; es más quiso entregar su vida para que todos tuviéramos vida eterna”
(prefacio II de difuntos). Muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando
restauró la vida. “La cruz victoriosa ha iluminado a quien estaba cegado por la
ignorancia, ha liberado a quien era prisionero del pecado, ha traído la
redención a toda la humanidad” (San Cirilo de Jerusalén).
Todo el que por la fe y el bautismo está
injertado en Cristo, participa ya ahora, mediante la gracia, de su vida y de su
gloria. Su victoria sobre el pecado y la muerte, conseguida en la Cruz por su
entrega total, es ya nuestra victoria. Por la fe y el
bautismo participamos ya de la vida de Dios, del ser filial de Cristo: Somos
hijos de Dios en el Hijo eterno de Dios. Nuestra humilde condición humana es ya
transformada, según el modelo de la condición gloriosa de Cristo, que nos hace
partícipes de su divinidad y de su inmortalidad. La gloria de Cristo, anticipa
la resurrección y “anuncia la
divinización del hombre” (Benedicto XVI).
Pero no puede ser discípulo de Cristo quien
no tome su cruz y le siga: quien no viva y no muera con Cristo y como Cristo no
puede recibir la gracia, la vida, la gloria de Dios. “El que quiera venirse
conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”
(Evangelio). También para nosotros la cruz (el amor a
Dios y a los hermanos) es el camino hacia la resurrección, según la imagen de
Cristo resucitado. “Quien no lleve su cruz detrás de mi
no puede ser discípulo mío”. Para el cristiano cargar con la cruz es una
misión que hay que abrazar por amor.
Este seguimiento
de Cristo exige una conversión permanente: morir al mal y al pecado. Con
paciencia, sin cansarnos de hacer el bien. Cristo es camino, verdad y vida. Hemos de
seguir decididamente al Señor, para experimentar, ya desde ahora, también en
las pruebas, la gloria del Señor Resucitado. “La
transformación futura se promete a los que en la vida presente realicen la
transformación del mal al bien” (San
Fulgencio de Ruspe).
Para seguir a
Cristo hemos de llevar una “vida religiosa” (oración colecta): no podemos
ajustarnos a los criterios de este mundo, sino
transformarnos por la renovación de la mente, para que sepamos “discernir lo
que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto” (segunda lectura). Debemos pensar como Dios, no como los hombres
(Evangelio). Así salvaremos y encontraremos la vida
verdadera, infinita. Cristo Jesús, el
Crucificado-resucitado, “pagará a cada uno según
su conducta” (Evangelio).
Mariano Esteban Caro