CICLO A
TIEMPO
ORDINARIO
XXVI
DOMINGO
“Jesús invita a todos los hombres a entrar en
el Reino de Dios; aun el peor de los pecadores es llamado a convertirse y a
aceptar la infinita misericordia del Padre” (Compendio del Catecismo de la IC
107). Este texto es un buen comentario de la Palabra de Dios, que proclamamos y
cantamos en este domingo. Arrepentirse y creer son los raíles que llevan al
Reino de Dios (Evangelio). Cuando el malvado recapacita y se convierte,
“ciertamente vivirá y no morirá” (primera lectura). Porque la misericordia del
Señor es eterna, enseña su camino a los pecadores y no se acuerda de los
pecados ni de las maldades (salmo responsorial). Así es nuestro Dios, que
muestra su poder especialmente con el perdón y la misericordia (oración
colecta).
El Reino de Dios –el Reinado de Dios en
nosotros- fue inaugurado por Cristo, para cumplir así la voluntad del Padre,
que quería “elevar a los hombres a la participación de la vida divina” (LG 2)
por su comunión vital con Cristo muerto y resucitado. Es el misterio de nuestra
salvación: Dios –el Hijo- se hace hombre para que el ser humano sea hijo de
Dios, al participar de la naturaleza divina –filial- de Cristo.
Dios propone sus dones, no los impone. El
hombre es libre y puede rechazarlos. Es él mismo, -no Dios- el que comete la
maldad y muere (primera lectura). Rechaza la participación en la vida eterna de
Dios. Se aparta del Reino de Dios. Se autoexcluye. Es el caso de los hijos
desiguales de la parábola evangélica. El primero, servil e hipócrita, no cumple
el mandato del padre. Pero Dios no se queda en las apariencias, sino que “ve el
corazón” (I Sm 16,7). El segundo hijo lleva la delantera en el camino del Reino
de Dios, porque se arrepiente, cree en Dios y cree a Dios, se deja guiar por la
humildad y tiene “los sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús”
(segunda lectura). Viviendo con Cristo y como Cristo, participamos de la
herencia gloriosa de Cristo Jesús, el Hijo de Dios (oración después de la
comunión).
Mariano Esteban Caro