Domingo 6º. de Pascua, Ciclo A

DE DIOS VIENE EL BIEN, DE LAS AVEJAS LA MIEL

Dios todopoderoso, concédenos continuar celebrando

ya que estamos en la sexta semana de Pascua, es necesario tener en cuenta que si de alguna forma amamos, lo podremos hacer si verdaderamente nuestro amor viene del Padre, y así nos lo hace saber Cristo mismo, que afirma amarnos con el mismo amor con que ama a su Padre, es decir con un amor infinito, que no puede negarle nada.

 Celebrar pero  con incansable amor estos días de tanta alegría en  honor del Señor resucitado,  pues parece que los cristianos no estamos acostumbrados a una fiesta tal larga como cincuenta días que marca el calendario de la Iglesia, pero si bien los vemos tendríamos más de un motivo para alegrarnos por ese tiempo y algo más,  la principal causa de alegría es precisamente el hecho de que Dios nos ama y nos ha enviado a su Hijo Jesucristo.  Eso supone  una alegría que no puede ser pegajosa ni jacarandosa como la que se podría vivir en los antros y lugares de diversión de los jóvenes, pero sin duda cabe que la alegría de los cristianos nacida de su encuentro con su Salvador, es una verdadera alegría que inunda todos los poros y los recovecos del hombre haciéndolo  generoso hasta  olvidarse de sí para salir al encuentro de los demás y de sus necesidades, lo que no se consigue con una alegría nacida al calor de las copas o de una relación afectiva y sentimental nacida también en una noche de parranda y de francachela.

Y que los misterios que hemos venido conmemorando se manifiesten siempre en nuestras obras.

  Este último renglón de la oración colecta que nos ha guiado, es esencial,  pues los misterios de nuestra fe, tienen necesidad de manifestarse en la vida y de ahí, dar el siguiente paso, celebrar en comunidad, en familia, esos misterios santos de nuestra fe, pero tal parece que nosotros damos un salto, y desde la fe nos brincamos a la celebración dejando a un lado la vida manifestada en las obras, y quedamos convertidos en una caricatura de cristianismo, que tiene bonitas celebraciones, propias para satisfacer los sentimientos cristianos sobre todo en grandes celebraciones, como puede ser el miércoles de ceniza o la visita a los monumentos en jueves santo, o algunas fiestas de la Virgen María, pero que no llevan a un compromiso serio, profundo y continuado en la vida de los cristianos y no logran convertirlos en gente comprometida.. Y es aquí donde tenemos que escuchar a Cristo, que como despedida, en la última cena, recomienda a sus discípulos el amor pero no de cualquier manera, sino un amor tan grande que venga precisamente desde el Padre y que se manifiesta en su Hijo Jesucristo que se hace hombre para que nosotros tengamos vida y la tengamos en abundancia. San Juan se hará eco de la recomendación de Cristo y por activa y por pasiva nos hablará del amor que el Señor espera de nosotros: “Amenos los unos a los otros, porque el amor viene de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios  y conoce a Dios.    Y el amor que Dios nos tiene se ha manifestado en que envió al mismo a su Hijo Unigénito, para que vivamos por él”. Recordemos al mismo San Juan que dice que “Dios es amor”.

En la última cena Cristo desborda de amor, un amor que se mostraría a las pocas horas cuando él subiera a la cruz, pero que pide incesantemente a los suyos: “Este es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros como yo los he amado”. Y Cristo  nos recuerda que nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Y llama amigos a los que hacen su voluntad. Al final, Cristo termina con una gran afirmación: Si nos amamos, es porque el Padre nos amó primero y nos eligió para que vayamos por el mundo, dando frutos de vida y de resurrección.  Y será esta la gran recomendación final, ya no podemos contentarnos con ser cristianos celebrativos pero sin vida. Con una fe que decimos profesar en el Credo y que recitamos hasta con cierta devoción, pero que luego no nos compromete seriamente ante las necesidades que aquejan a la población y al mundo.  No nos sentimos comprometidos a defender la vida de los no nacidos y dejamos que leyes injustas permitan atentar contra la vida de los que no han pedido nacer pero que están ahí en espera de ese don supremo de la vida. No nos sentimos comprometidos con los enfermos y nos olvidamos que un capítulo importantísimo para Cristo lo constituían los enfermos a los que se acercaba,  para tocarlos, para sanarlos, para consolarlos, aunque esto le ocasionara molestias incontables en las clases privilegiadas y aparentemente muy religiosas de Israel. No nos sentimos comprometidos con las necesidades políticas de nuestra población y parece que nosotros los  cristianos somos harina  de otro costal, cuando nosotros tendríamos que ser  los primeros llamados en dar su aportación para un mundo mejor, más justo, más humano, más cristiano. Hagamos nuestro el deseo de Cristo, comencemos a amar con obras a nuestros hermanos, y así prolongaremos, no sólo por cincuenta días, sino por toda la vida, la vida y la obra de Cristo resucitado.

El Padre Alberto Ramirez Mozqueda espera sus comentarios en alberami@prodigy.net.mx