CICLO  A

TIEMPO ORDINARIO

XXXI DOMINGO 

La Palabra de Dios hay que acogerla no como palabra de hombre, sino como Palabra de Dios, que permanece operante en vosotros los creyentes (segunda lectura).

Dios, infinitamente bueno, no puede engañarse ni engañarnos. El hombre sí puede engañarse e incluso intentar engañar: su inteligencia es limitada o puede esconder una mala intención e incluso mala voluntad.

En su bondad y sabiduría Dios ha querido manifestarse a sí mismo y el misterio de su voluntad salvadora por medio de Cristo, la Palabra eterna hecha carne. Así los hombres podemos llegar hasta Dios y participar de su naturaleza divina. Dios había hablado a los hombres de muchas maneras, pero en la plenitud de los tiempos nos habló por medio de su Hijo, hecho hombre. Lo que Dios nos ha revelado llega a nosotros en las Sagradas Escrituras y en la Tradición y enseñanza de la Iglesia.

Así la Palabra de Dios hay que recibirla con fe. Al Dios que se nos revela hay que entregarnos entera y libremente por medio de la fe. Pero  con relación a quienes predican la Palabra de Dios hay que mantener la actitud de la que nos habla el Señor en el Evangelio: haced lo que dicen, pero no hagáis lo que ellos hacen. Los que nos predican son seres humanos, débiles, cuya vida no siempre esta de acuerdo con la Palabra de Dios, que ellos anuncian. Hay que hacer lo ellos “bien dicen no lo que ellos mal hacen”. Siempre debemos acoger la buena doctrina, aunque sea desmentida con una conducta incoherente por parte de quien la enseña. Los ministros de la Palabra han de testimoniar con su propia vida las verdades que transmiten con la palabra.

 Únicamente Cristo es el verdadero y auténtico Maestro: “Nadie puede enseñar, ni obrar, ni alcanzar las verdades conocibles sin que esté presente el Hijo de Dios” (San Buenaventura). Cristo, el primer maestro, es quien forma a todos los demás maestros y también forma a los discípulos. “Y en la Iglesia el Señor permanece con nosotros, siempre contemporáneo. La Escritura no es algo del pasado. El Señor no habla en pasado, sino que habla en presente, habla hoy con nosotros” (Benedicto XVI).

Verdaderamente es Jesús quien se ha sentado en la cátedra de Moisés, estableciendo en su sangre una alianza nueva, eterna y universal. “Por ello, estamos llamados a seguir al Hijo de Dios, al Verbo encarnado, que manifiesta la verdad de su enseñanza a través de la fidelidad a la voluntad del Padre, a través del don de sí mismo” (Benedicto XVI).

Recibida con fe, la Palabra de Dios permanece operante en nosotros. Es una Palabra viva y eficaz. Nunca vuelve a Dios vacía. Es capaz de transformarnos. Opera en lo más íntimo de nosotros mismos. No para que nos vea la gente.

Así la Palabra recibida con fe hace que tengamos un único Padre, nuestro Padre del cielo. Que nos guarda junto a Él en la paz. Su amor hace que nos sintamos como niños en brazos de su madre (salmo responsorial). La Palabra de Dios hace que tengamos a Cristo como único Maestro (antífona del aleluya), que  es para nosotros camino, verdad y vida. La Palabra de Dios transforma nuestras relaciones con los demás: para el cristiano todo hombre es su hermano. Mucho más que un simple conciudadano: “Todos vosotros sois hermanos” (Evangelio). La Palabra de Dios nos transforma hasta el punto de hacer que el servidor más humilde sea el primero en el Reino de los cielos: “El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Evangelio).

Mariano Esteban Caro