6ª semana de Pascua. Viernes: Jn 16, 20-23

Jesús dice estas palabras en la Ultima Cena, cuando en el ambiente se respira un aire de tristeza. Ya Jesús les había dicho a los apóstoles que les dejaba, que uno de ellos le iba a traicionar. Todo ello hacía que estuvieran muy tristes.

Jesús les dice que el mundo va a alegrarse mientras ellos van a estar en la tristeza. Evidentemente la primera aplicación era para lo que estaba sucediendo en ese momento y aumentaría con la muerte de Jesús. Pero también les dice que esa tristeza se convertirá muy pronto en alegría. Lo cual sucedería en el encuentro de los apóstoles con Jesús resucitado.

Recordadas esas palabras en las vísperas de celebrar la subida al cielo tienen también una evidente aplicación, ya que la vida tiene sus pesares y “persecuciones”, como les había dicho Jesús; pero es muy breve comparada con la eternidad llena de dicha y alegría que espera a los que confían en Dios.

Estas frases tienen también otro plano, que es el continuo de nosotros los humanos; pero especificado en los cristianos. En la vida hay muchos sufrimientos y dolores. Pero para quien está con Jesús, pueden convertirse en alegría, una alegría íntima, que nada ni nadie la puede quitar.

En verdad que Dios no quiere los sufrimientos, porque Dios es amor y alegría; pero, porque somos libres y estamos envueltos en pecados, existe el sufrimiento. Jesús no vino para quitar el sufrimiento ni siquiera para explicarlo, sino que lo asumió, nos acompañó en él, para que sepamos vencerlo y sublimarlo.

Hoy pone el ejemplo de una mujer que va a dar a luz. En aquel tiempo solía sufrir mucho la mujer al dar a luz. Pero era, como hoy, un sufrimiento que engendraba vida. Este era un ejemplo que ya habían empleado algunos profetas. Es parecido a lo que había dicho Jesús de que “si el grano de trigo no muere, no puede ser fecundo”. Como algunos dicen: Nada valioso puede hacerse sin sufrimiento, dolor y aun cruz.

En la vida constatamos que el sufrimiento puede convertirse en un bien, si sabemos aceptar la mano que nos ayuda, si aceptamos a Jesús mediador que puede dar sentido a nuestra vida y cambiar la tristeza en alegría, alegría interna del corazón que perdura, casi sin que nos demos cuenta.

Esto suele pasar en unos ejercicios espirituales o un encuentro de oración o convivencia o encuentro juvenil. La alegría espiritual, que llena el alma como nunca antes lo hubiéramos soñado, brota de repente, como de una manera misteriosa. Es la presencia de Cristo resucitado que comenzamos a sentir o experimentar como los  apóstoles en la noche de la resurrección.

Dice Jesús que “el mundo reirá”. Y la verdad es que muchas veces constatamos las risas de los incrédulos cuando afirman o llaman “estupideces” a las cosas que creen los que tienen fe. Pero Jesús da una alegría mucho más profunda, que no pasa, sino que va profundizando en lo interior del alma y que nada ni nadie puede quitar.

Esta alegría no conduce a la muerte, sino que da vida, como el ejemplo de la mujer parturienta. Esto lo podemos con la gracia de Dios. Por eso la vida de un cristiano debe estar llena de optimismo, porque vamos con la Vida, que es Jesús, conducidos hacia la vida eterna. Esto es la esperanza cristiana, que es virtud que nos une con Dios.

Quien consigue esta alegría, aunque en esta vida nunca es perfecta, es como “el hombre nuevo”, de que habla san Pablo. Este “hombre nuevo” vive en medio de las penalidades de esta vida terrena, quizá acrecentadas por persecuciones; pero en lo más profundo de su ser es hombre alegre, porque se sabe arropado por Jesús, que nos promete una felicidad que nunca se terminará.

Como no es permanente aún esta alegría, debemos irla alimentando, como se alimenta la misma vida. Para ello debemos unirnos más con la Vida que es Cristo.