VI Domingo de Pascua, Ciclo B.
El alma que anda en amor ni cansa ni
se cansa
Querría
empezar la reflexión de este domingo con las palabras maravillosas sobre el
amor de San Juan de la Cruz: “El alma que anda en amor ni cansa ni se cansa”.
Un gran amigo sacerdote me las recordó esta semana como expresión gozosa de
agradecimiento tras haber compartido conmigo y con un grupo de peregrinos la
experiencia de “andar” juntos siguiendo las huellas de Jesús en la Tierra
Santa. Una anécdota significativa sella con fuerza esta gran verdad del místico
español. Ya al final del viaje y con el cansancio propio de los intensos días,
tuvimos que hacer una fila de dos horas de pie para entrar en la gruta del
nacimiento de Jesús en Belén. El lugar lo merecía tanto que no importaba el
tiempo de la espera. Durante este tiempo estuvimos compartiendo de pie el
mensaje de los Evangelios sobre el nacimiento de Jesús… Y no nos cansamos…
Hemos de reconocer que “andábamos en el amor” en el mismo lugar que conmemora
que el Dios del Amor pisó tierra para hacerse caminante con todos los seres
humanos. Y sabemos que, como con los discípulos de Emaús, El Señor Jesús, lo
percibieran ellos o no, caminaba con ellos, para llevarlos a la gran alegría,
que presentían en la palabra compartida.
También la
Palabra de Dios en el sexto domingo de Pascua nos brinda uno de los mensajes
entrañables y trascendentales de Jesús: el Amor de Dios a través de su amistad
con los discípulos. Los textos joánicos (1 Jn 4,7-10; Jn 15, 9-17) son
prolijos en el tema del amor. En ellos Jesús repite de nuevo que permanezcamos
en su amor para colmo de nuestra alegría.
Permanecer en
su amor es seguir fieles a su amistad. El amor es el contenido del evangelio de
hoy. Hasta diez veces aparece mencionado en este fragmento. Jesús lo presenta
primero como experiencia y como don de Dios y, después, como mandato. La Buena
Noticia consiste en el anuncio de que Dios nos amó primero: "Como el Padre
me amó, así también yo los amé a ustedes, permanezcan en mi amor" (Jn 15,9). Y este anuncio de gracia divina está en el origen
de todo amor, porque Dios es amor. El término polivalente "como" es
conjunción comparativa y causal y no significa sólo "a la manera de",
pues no es meramente un símil ni una comparación, sino que remite al amor como
fundamento y "causa" de todo lo que dice posteriormente. Ese amor
tiene su origen en Dios Padre. Él es la causa del amor. Y es que el amor tiene
en Dios "el venero vertiginoso que mana y fluye. La misma corriente de
amor que brota del corazón del Padre y se remansa en Jesús se desborda ahora
sobre mí". Jesús abre su costado y nos da su espíritu y su vida, para que
tengamos vida eterna. En ese amor debemos permanecer. El mandato echa sus
raíces en el don del amor de Dios. Y de ahí se sigue la llamada a vivir en el
mismo amor, como consecuencia y no tanto como ley o norma que se impone:
"Ámense unos a otros como yo los amé a ustedes" (Jn
15,12).
Este amor es
el que nos lleva al colmo de la alegría. Pero para que no tengamos duda de qué
amor se trata, Jesús describe en qué consiste el amor: "Nadie tiene amor
más grande que quien da su vida por sus amigos: Ustedes son mis amigos" (Jn 15,13-14). El amor de Jesús consiste en desvivirse por
los demás y en exponer la vida a favor de los otros, tal como él hizo en la
cruz. Ése es el amor que revela al Padre, y que constituye la alegría en
plenitud para la vida humana. Jesús llama amigos a sus discípulos y a todos
nosotros, porque nos ha contado todo su secreto y su misterio, porque nos ha
revelado la verdad más profunda de Dios, la que nos proporciona la alegría más
plena.
Entre todos
los amores humanos, parece que para Jesús el más excelso es el de la amistad.
Si lo comparamos con los otros amores de la vida, la amistad ciertamente
sobresale como la relación más sublime de afecto y de entrega en el amor
desinteresado, que a su vez es correspondida. La amistad es un amor profundo
que significa querer no sólo al otro sino el bien del otro. La amistad lleva
consigo el componente de la libertad y de la gratuidad. Al otro se le ama
porque sí y sin esperar nada a cambio. Pero además el otro corresponde con el
mismo nivel de amor libre y gratuito. Por eso en la amistad está la plenitud de
la alegría. Ese vínculo es el que Jesús establece con todos nosotros cuando nos
llama "amigos".
En el amor de
padres a hijos, de hijos a padres, en el amor entre hermanos, se percibe la
correspondencia de un cierto vínculo de obligación natural, en el de la pareja
humana se expresa el deber de un pacto contraído con la otra persona, y en el
amor al prójimo necesitado se trata de una manifestación plena de entrega
amorosa y desinteresada que no conlleva la correspondencia. Sin embargo, en la
amistad, el amor es siempre libre, siempre gratuito, nunca exigible, pero con
la gracia y la enorme alegría de ser correspondido desde el otro. Ésa es la
grandeza de la amistad, como máxima expresión del amor. Ése es el amor que
Jesús nos ha comunicado y que nos lleva a la plenitud de la alegría.
Y desde esa
amistad se entiende también el mandamiento repetido del amor mutuo: "Que
se amen unos a otros" (Jn 15,12.15). Es el mandamiento
"nuevo" porque no nace del imperativo de la ley sino de la gracia de
la amistad, como una consecuencia de la misma, y cuyas exigencias no se
computan como obligaciones sino como respuestas al amor primero, el de la
amistad nuestra con Jesús. Esta amistad con Jesús nos pide una proyección
permanente hacia los demás, porque el amor de Jesús, mi amigo, se convierte
dentro de mí en fuerza y aliento para amar. Es dentro de mí como un torrente de
agua viva, arrolladora, que ensancha el corazón humano y me capacita para amar
como él me amó, es decir, porque él me amó y de la manera en que él me amó,
hasta la entrega total de la vida.
Las palabras
pronunciadas por Jesús en el cenáculo establecen un vínculo íntimo y profundo
en el amor de la amistad con sus discípulos, pero es como una onda expansiva
que no se agota en aquel círculo más próximo a Jesús, sino que se propaga por
doquier en el mundo. En la amistad con Jesús nadie queda excluido. Sólo se
autoexcluyen aquellos que no quieran aceptar ese don de su amor. La amistad no
es nunca un amor posesivo del otro sino respetuoso de la libertad del otro. Es
un amor sincero y siempre creciente. Es gradual y progresivo, pero cuando es
auténtico, su dinamismo de crecimiento no tiene límites ni fronteras. La misión
de la Iglesia es hacer que los seres humanos se sientan amigos de Jesús. La
Iglesia Latinoamericana lo recuerda explícitamente en el documento de Aparecida
cuando trata de la vocación de los jóvenes a ser amigos de Jesús así como de la
opción preferencial por los pobres en clave de establecer amistad con los más
pobres de la tierra.
A esa amistad
están también llamados incluso los que no conocen a Dios, pues Dios no hace
acepción de personas, ni excluye a nadie de su amor. De manera misteriosa y
sorprendente, pero no menos real, Dios Padre y Jesús, por medio del Espíritu,
establecen vínculos de amistad con las personas, con cada persona y a escala
universal, que pueden escapan a las posibilidades limitadas del cálculo humano
y eclesial. Pedro descubre en los Hechos de los Apóstoles esa presencia del
Espíritu allende las fronteras de su propia limitación y descubre el alcance
universal de la salvación al reconocer la amistad con Dios de parte de todo
aquel que practica la justicia, porque todo aquel que practique la justicia,
sea de la nación que sea, es aceptado por Dios (Hch
10,34-38) más allá de su condición religiosa, étnica e ideológica. En la misión
evangelizadora de la Iglesia la promoción de la justicia es una de las tareas
primordiales para establecer y permanecer en la amistad con Dios y con Jesús.
Dejemos pues
que este domingo resuene en cada uno de nosotros la palabra formidable de
Jesús: "Ustedes son mis amigos" y vivamos la alegría de tal amistad
en el amor permanente a nuestro prójimo. Y cuando permanecemos en este amor el
alma ni cansa ni se cansa. ¡Espero no haberles cansado!
José
Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura