CICLO A

TIEMPO PASCUAL

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS

 

Cristo Jesús, el Crucificado-Resucitado, ascendido a la gloria del cielo y sentado a la derecha del Padre, se le ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. El día de Pentecostés, para dar plenitud al misterio pascual, envió sobre los discípulos su Espíritu vivificador y por Él hizo a su cuerpo, que es la Iglesia, sacramento universal de salvación (Concilio Vaticano II). Desde entonces el Espíritu Santo habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo. Así la Pascua de muerte y resurrección de Cristo y el envío del Espíritu son la culminación y el coronamiento del plan salvador de

 

Cristo envía su Espíritu Santo sobre el nuevo pueblo de Dios. Nace la Iglesia y se nos da una ley nueva. No escrita en piedra, sino en el corazón, en el que habita el Espíritu de Dios. “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5, 5).

 

La efusión del Espíritu Santo no es algo del pasado: Cristo, intercediendo ante el Padre por nosotros, asegura una perenne efusión del Espíritu (prefacio después de la Ascensión). Desde dentro de nosotros mismos, el Espíritu Santo nos guía hacia la verdad completa, nos recuerda las palabras de Jesús, refuerza nuestra voluntad, hace de nosotros creyentes y testigos de Cristo, nos capacita para vivir como hijos de Dios, nos enseña a orar, viene en auxilio de nuestra debilidad. La constante presencia y acción de Cristo en nosotros se realiza por obra del Espíritu Santo. Muy especialmente en los sacramentos, en los que hace llegar hasta nosotros la vida

nueva de la gracia.

 

Así la Pascua de muerte y resurrección de Cristo y el envío del Espíritu son el culmen y la coronación del plan salvador de la Trinidad santa en favor de los hombres. Esta presencia del Espíritu, iniciada el día de Pentecostés, se prolonga a lo largo de los siglos, porque Cristo, nuestro Mediador, en el templo del cielo, intercede permanentemente por nosotros y nos asegura la perenne efusión del Espíritu.

 

El día de Pentecostés, la Iglesia, surgida de la muerte redentora de Cristo, inicia su andadura. Se hace misionera. El Espíritu Santo, su principio vital, la guía hacia la verdad. Él hace a la Iglesia una, santa, católica y apostólica. “Donde está la Iglesia allí está el Espíritu de Dios; donde está el Espíritu allí está la Iglesia y toda verdad”  (San Ireneo). Decía el Papa Benedicto XVI: “Es necesario reafirmar que la evangelización es obra del Espíritu”. Más aún “no habrá nunca evangelización posible sin la acción del Espíritu Santo” (Pablo VI). Los Hechos de los Apóstoles dan testimonio de que gracias al apoyo del Espíritu Santo, la Iglesia crecía “y se multiplicaba con el consuelo del Espíritu santo" (Hch 9, 31).

 

El Espíritu Santo es el que hace que el misterio salvador realizado por Cristo en el pasado de una vez para siempre, se actualice permanentemente ahora para nuestra salvación. Presente en nuestros corazones, el Espíritu Santo opera en el cristiano un cambio profundo. Toca la esencia de la persona y la transforma. Participamos de la naturaleza divina por medio del Espíritu. Es la divinización del ser humano: “Por la fuerza del Espíritu, que mora en el hombre, la deificación comienza ya en la tierra” (Juan Pablo II). El Espíritu Santo nos hace partícipes de la divinidad, hijos de Dios en Cristo, el Hijo único de Dios. Nos comunica la vida en Cristo Resucitado. “La comunión con Cristo es el Espíritu Santo” (San Ireneo). El Espíritu Santo nos hace partícipes de la divinidad, hijos de Dios en Cristo, el Hijo único de Dios.

 

MARIANO ESTEBAN CARO