5ª semana de Pascua. Lunes: Jn 14, 21-26

Estaba Jesús con los apóstoles en la Última Cena. Según nos cuenta san Juan, Jesús había anunciado la traición de uno de los doce y Judas había salido. Había disminuido la tensión; pero al decir Pedro que estaba dispuesto a dar la vida por Jesús, éste le responderá que esa misma noche le va a negar.

Jesús quiere darles paz y consuelo y para ello les dice que nunca se va a separar del todo de ellos. En primer lugar, porque si se va es para prepararles a ellos un lugar. Además porque va a enviar al Espíritu Santo, que es como si estuviera él mismo con ellos. Pero sobre todo por las palabras a las que llegamos en este día en que Jesús les dice que permanecerá íntimamente unido por el amor. Y no sólo con ellos sino con todo aquel que responda al amor con amor.

Al hablar Jesús de amor, habla de manifestación. Para nosotros, que estamos inmersos en los problemas materiales y en lo externo, nos es difícil entender la manifestación de Jesús. Mucho menos entenderán los que no tienen apenas vida espiritual. El hecho es que en aquel momento Judas Tadeo le dice al Señor: “¿Qué ha sucedido para que te reveles a nosotros y no al mundo?”

Esta pregunta de Judas Tadeo encierra dos ideas muy diferentes. En primer lugar podemos ver un desconocimiento de lo que es la verdadera manifestación de Jesús, ya que da a entender que quisiera que Jesús se manifestara al mundo de una manera externa y visible. Pero por otra parte demuestra un gran corazón deseando que lo que ellos van comprendiendo sobre la grandiosidad de Jesús lo conozca también todo el mundo. Claro que Dios quiere manifestarse a todo el mundo; pero al hacerlo por amor, nosotros debemos ser el vehículo de ese amor de Dios.

El primer sentido de la pregunta de Judas Tadeo encierra una tentación que podemos tener todos los cristianos: Si nosotros conocemos más o menos a Jesús, porque de alguna manera se nos ha manifestado, ¿por qué no hace algo ostensible para que todos puedan conocerle como el Salvador del mundo? La tentación iría contra la manera de ser de Dios, que no quiere imponerse por la fuerza sino por el amor. Y esto es difícil aceptarlo.

Nosotros debemos tener una gran fe, no porque se nos ha impuesto a través de algún milagro, sino porque estamos convencidos que Dios es amor y le seguimos por amor. Si es así, podemos escuchar con gran esperanza: “Al que me ama lo amará mi Padre y lo amaré yo, y me mostraré a él”. Aquí habla Jesús de una manifestación concreta, que no será un hecho espectacular, sino una efusión de amor.

Cuando se trata de amor, no es igual en todos. A veces por cualquier cosita que hacemos bien, ya creemos que amamos a Dios de modo suficiente.  El amor tiene muchos grados. Y para que el amor de Dios penetre en el corazón, éste tiene que despojarse de muchos amores y tendencias materiales. Por eso hasta vaciarse hay un camino largo por recorrer, de modo que los gustos y la voluntad sean del Amado.

Antes ha dicho Jesús que una señal de amarle es cumplir sus preceptos. Éstos fundamentalmente son los del amor, a Dios y al prójimo. Dios no es un dios lejano, sino íntimo que quiere estar dentro de nosotros. Y si Dios está dentro de nosotros, debemos estar atentos a sus llamadas e invitaciones.

Y si sentimos el amor de Dios, debemos querer que todos le conozcan y le amen. En este tiempo de Pascua la Iglesia nos ha ido poniendo, en la primera lectura, el ejemplo de los apóstoles que, sin miedo y con mucho amor y entusiasmo predicaban la palabra del Señor. Hoy se nos habla de Pablo y Bernabé que, al ser perseguidos en Iconio por predicar el Evangelio, se fueron a otras ciudades para seguir predicando. Huir no es lo mismo que cambiar, si las circunstancias primeras no permiten una digna confesión del amor de Dios.