LA VIRGEN MARIA, MADRE DE LA IGLESIA
MEMORIA
LUNES SIGUIENTE AL DOMINGO DE PENTECOSTÉS
MARIANO ESTEBAN CARO
1-MARÍA, MADRE DE LA IGLESIA
MARÍA ES
PROCLAMADA MADRE DE LA IGLESIA
El día 21 de noviembre de 1964, en la ceremonia de
clausura de la tercera sesión del Concilio Vaticano II, el Papa Pablo VI
proclamó MADRE DE LA IGLESIA a la
Santísima Virgen María con estas palabras: “Así, pues, para gloria de la Virgen y consuelo
nuestro, Nos proclamamos a María Santísima Madre de la Iglesia, es
decir, Madre de todo el pueblo de Dios, así de los fieles como de los pastores
que la llaman Madre amorosa, y queremos que de ahora en adelante sea honrada e
invocada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título”.
No se trata de un título nuevo. Su significado está
presente ya en las enseñanzas de los Santos Padres. Y con las mismas palabras –MADRE DE LA IGLESIA- se refirieron a
la Virgen María los Papas Benedicto XIV (1740-1758) y LEÓN XIII (1878-1903). El Papa
Pablo VI, en el discurso, en que proclamó a María Madre de la Iglesia,
afirmaba que “ese título pertenece a la esencia genuina de la devoción a María,
encontrando su justificación en la dignidad misma de la Madre del Verbo
Encarnado”.
San Juan
Pablo II se refería al significado que para los fieles tiene este título: “El título «Madre de la
Iglesia» refleja, por tanto, la profunda convicción de los fieles cristianos,
que ven en María no sólo a la madre de la persona de Cristo, sino también de
los fieles. Aquella que es reconocida como madre de la salvación, de la vida y
de la gracia, madre de los salvados y madre de los vivientes, con todo derecho
es proclamada Madre de la Iglesia (Audiencia, 17-9-97,5).
DEVOCIÓN DEL PUEBLO CRISTIANO
Este título de la Santísima Virgen pronto se hizo presente
en la devoción y la oración del pueblo cristiano (lex
orandi lex credendi): Se publicaron en 1973 los textos de la misa “de sancta Maria Ecclesiae Matre”; también apareció entre las misas votivas del Misal Romano de 1975; se
incluyó en las letanías Lauretanas la invocación “Madre de la Iglesia”. Así
mismo, las “Misas de la Virgen María” (en tres formularios), que, por especial
mandato del Papa Juan Pablo II, se hicieron públicas el 15 de agosto de 1986.
Un buen número de diócesis por todo el orbe católico incluyeron la misa de
María Madre de la Iglesia en su calendario propio.
LOS PAPAS
Después de esta proclamación, fue constante la
enseñanza de los Papas profundizando en el significado de este título de la
Santísima Virgen. El mismo Papa Pablo VI
lo incluyó en la profesión de fe del Credo del Pueblo de Dios (30-6-1968): “creemos que la
Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre
de la Iglesia, continúa en el
cielo ejercitando su oficio materno con respecto a los miembros de
Cristo, por el que contribuye para
engendrar y aumentar la vida divina en cada una de las almas de los hombres
redimidos. Muchas y profundas fueron las enseñanzas del Papa San Juan Pablo II en su Encíclica sobre
la Virgen María y en otras catequesis y homilías sobre “la maternidad de
María, un don que Cristo mismo hace
personalmente a cada hombre”. Benedicto
XVI presentó en múltiples ocasiones a la Virgen María como Madre de la
Iglesia y animaba a los fieles a “dar gracias al Señor por el gran signo de su bondad
que nos dio en María, su Madre y Madre de la Iglesia”.
PAPA FRANCISCO
Con frecuencia el Papa Francisco se refiere a María como “la buena
mamá”, que nos ayuda a sus hijos y los cuida, que
lucha con nosotros, que con paciencia y ternura nos lleva a Dios. Decía
Francisco: “Un cristiano
sin la Virgen está huérfano. También un cristiano sin Iglesia es un huérfano.
Un cristiano necesita de estas dos mujeres, dos mujeres madres, dos mujeres
vírgenes: La Iglesia y la Madre de Dios”.
En la audiencia del 3 de
septiembre de 2014, dijo el Papa Francisco: “La Iglesia es
madre. El nacimiento de Jesús en el seno de María, es el preludio del
nacimiento de todo cristiano en el seno de la Iglesia, desde el momento que
Cristo es el primogénito de una multitud de hermanos (cfr. Rm
8,29)…Los cristianos no somos huérfanos, tenemos a una madre, tenemos a nuestra
madre. ¡Esto es grande: no somos huérfanos! La Iglesia es Madre, María es
madre”.
FIESTA DE SANTA MARÍA MADRE DE
LA IGLESIA
Esta devoción a María, Madre de Dios y Madre nuestra, está en el origen de la inclusión (por mandato del Papa
Francisco) ,en el Calendario Romano General de la memoria de la bienaventurada
Virgen María, Madre de la Iglesia, el lunes después de Pentecostés y se celebrará
cada año. “El Sumo Pontífice Francisco, considerando atentamente que la
promoción de esta devoción puede incrementar el sentido materno de la Iglesia
en los Pastores, en los religiosos y en los fieles, así como la genuina piedad
mariana, ha establecido que la memoria de la bienaventurada Virgen María, Madre
de la Iglesia, sea inscrita en el Calendario Romano el lunes después de
Pentecostés y sea celebrada cada año” (Decreto de la Congregación para el Culto
(3-3-2018).
2-MARÍA, MADRE EN LA HISTORIA DE LA
SALVACIÓN
La maternidad de María “perdura sin cesar en la economía de la
gracia, desde el consentimiento que dio fielmente en la Anunciación, y que
mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la realización plena y definitiva
de todos los escogidos” (Concilio Vaticano II, LG, 62).
La primera relación de Dios Salvador con los seres
humanos fue una relación maternal. El hombre Cristo-Jesús, como un hombre
cualquiera, comenzó a relacionarse con sus semejantes por la relación con su
Madre, junto a su corazón. Es la primera experiencia del otro, el primer
contacto caluroso. “La maternidad determina siempre una relación única e irrepetible entre dos personas: la de la madre con el hijo y la del hijo con
la Madre” (Redemtoris Mater, 45).
En
la Anunciación
el sí de María implicaba no sólo la encarnación del Verbo por obra del Espíritu Santo. Era un «sí» a la venida y a
la obra de Aquel que debía liberar a los hombres de la esclavitud del pecado y
darles la vida divina de la gracia. “Ese «sí» de la joven de Nazaret hizo
posible un destino de felicidad para el universo” (Juan Pablo II, audiencia
29-4-1998). Así desde la Anunciación, María da su consentimiento a la venida de
“la Iglesia o reino de Cristo” (LG 3). Al dar a luz a su Hijo, “preparó
el nacimiento de la Iglesia” (Prefacio I).
Ya San Ireneo contemplaba
toda la humanidad “recapitulada en Cristo”, el Primogénito de María entre
muchos hermanos: “El Verbo se hará carne y el Hijo de Dios, Hijo del
hombre; y el Puro abrirá de manera pura el seno puro que regenera a los hombres
en Dios” (Adv. haer., III,
22, 4, PG 7, I, 954-955)
“Al pronunciar su "fiat",
María no se convierte sólo en Madre del Cristo histórico; su gesto la convierte
en Madre del Cristo total, "Madre de la Iglesia". "Desde el
momento del fiat —observa San Anselmo— María comenzó
a llevarnos a todos en su seno"; por esto "el nacimiento de la Cabeza
es también el nacimiento del cuerpo", proclama San León Magno. San Efrén,
por su parte, tiene una expresión muy bella a este respecto: María, dice él, es
"la tierra en la que ha sido sembrada la Iglesia" (Juan Pablo II,
homilía 30-11-1979).
En su pasión, desde la Cruz, Cristo proclamó Madre
nuestra a su propia Madre, que, participando en el amor redentor de su Hijo,
tomó como hijos suyos a todos los hombres: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». El
Papa Pío XII afirmó: “Esta maternidad de María continúa en la Iglesia,
representada en el apóstol Juan” (Fulgens Corona II).
Y al discípulo amado le dijo Jesús: «He ahí a tu
madre», y desde aquella hora «la acogió en su casa» (Jn
19, 27), o mejor, la acogió como algo propio: “Quiere indicar más bien una
“comunión de vida que se establece entre los dos en base a las palabras de
Cristo agonizante” (Juan Pablo II, RM, nota 130). “La acogió en lo más íntimo
de su corazón” (Benedicto XVI).
Comentando este pasaje, dice San Agustín: “La tomó
consigo, no en sus heredades, porque no poseía nada propio, sino entre sus
obligaciones que atendía con premura” (In Ioan. Evang. Tract. 119,3).
María en la
Anunciación fue llamada a aceptar la vida, pero también a aceptar la muerte redentora
de su Hijo. El que se había formado en su seno, al que ella había alimentado y
protegido, ahora sufría, colgado en la cruz, un atroz sufrimiento, que ella no
podía evitar. El destino de Jesús era la pasión y muerte en cruz; el destino de
María era la compasión con su Hijo. Sufría los mismos dolores de du Hijo (la
“transfixión” de la que habló Simeón). María está unida al sacrificio redentor
del Calvario. No como otro redentor, sino en comunión de dolor con Cristo, su
Hijo.
Como dicen los
padres, la Iglesia nació del costado de Cristo, del que manaron agua junto con
la sangre. En el prefacio de la misa del Corazón de
Jesús leemos: “El cual, con amor admirable, se entregó por nosotros y, elevado
sobre la cruz, hizo que de la herida de su costado brotaran, con el agua y la
sangre, los sacramentos de la Iglesia”. Y el Concilio Vaticano II nos
recuerda: "Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el
sacramento admirable de toda la Iglesia" (SC 5). María, “mujer y Madre”, como la llamó Jesús desde la cruz, está asociada, por tanto, a este nacimiento de la Iglesia.
En Pentecostés María, junto a los
apóstoles, estuvo presente en el nacimiento de la Iglesia. La función materna de María con respecto a la Iglesia naciente está en
analogía con su función maternal en la encarnación y el nacimiento del
Redentor. Bajo la acción del Espíritu Santo, María es Madre de Dios y Madre de
los hermanos de su Hijo divino. “Del mismo Espíritu del que nace Cristo en el seno de la
madre intacta, nace también el cristiano en el seno de la santa Iglesia” (San
León Magno, Sermo 29,1).
Dice San Cromasio de Aquileya: "Se
reunió la Iglesia en la parte alta del cenáculo con María, que era la Madre de
Jesús, y con los hermanos de Éste. Por tanto no se puede hablar de Iglesia si
no está presente María, la Madre del Señor, con los hermanos de Este" (Sermo XXX, 7).
María es “sagrario
del Espíritu Santo” (San Isidoro de Sevilla). En el prefacio III de las misas
de Santa María, Madre de la Iglesia, cantamos a “la madre, fecunda por la
acción del Espíritu Santo y solícita por el bien de todos los hombres”.
La maternidad
universal de María está destinada a promover la vida nueva según el Espíritu: “fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés
a fin de santificar indefinidamente a la Iglesia” (Concilio Vaticano II, LG 4).
Y ahora María, en la gloria del cielo, “estando más cerca de su divino
Hijo y, por tanto, de todos nosotros, puede ejercer en el Espíritu de manera
más eficaz la función de intercesión materna que le ha confiado la divina
Providencia” (Juan Pablo II, audiencia, 24-9-97).
Desde su Asunción en cuerpo
y alma a la gloria del cielo, María, hora, continúa cumpliendo su función
maternal, cooperando con su Hijo en el nacimiento y en el desarrollo de la vida
divina en los redimidos.
María, durante su vida terrena, manifestó su
maternidad espiritual hacia la Iglesia por un tiempo muy breve. Pero esta
función materna adquiere todo su valor
después de la Asunción, pues así se prolonga hasta el fin del mundo. Como
mediadora maternal, María presenta a Cristo nuestros deseos, nuestras súplicas,
y nos transmite los dones divinos, intercediendo continuamente en nuestro
favor (Juan Pablo II, audiencia,
24-9-97).
“Desde su Asunción a los cielos, María acompaña con
amor materno a la Iglesia peregrina, y protege sus pasos hacia la patria
celeste, hasta la venida gloriosa del Señor” (Prefacio I).
3-NO HAY PENTECOSTÉS SIN MARIA
Ayer
celebrábamos la fiesta de Pentecostés. “María santísima estaba presente como Madre en
medio de los discípulos en el Cenáculo: es la madre de la Iglesia, la madre de
Jesús convertida en madre de la Iglesia. Nos encomendamos a Ella a fin de que
el Espíritu Santo descienda abundantemente sobre la Iglesia de nuestro tiempo,
colme los corazones de todos los fieles y encienda en ellos el fuego de su
amor” (Francisco, Regina Caeli 24-5-15) .
A Cristo Jesús, el Crucificado-Resucitado, ascendido a la gloria del
cielo y sentado a la derecha del Padre, se le ha dado pleno poder en el cielo y
en la tierra. El día de Pentecostés, para dar plenitud al misterio pascual,
envió sobre los discípulos su Espíritu vivificador y por Él hizo a su cuerpo,
que es la Iglesia, sacramento universal de salvación (Concilio Vaticano II, LG
48).
Desde entonces el Espíritu Santo habita en la Iglesia
y en el corazón de los fieles como en un templo. El misterio de Pentecostés no
es algo del pasado. La presencia del Espíritu, iniciada el día de Pentecostés,
se prolonga a lo largo de los siglos, porque Cristo, nuestro Mediador, en el
templo del cielo, intercede permanentemente por nosotros y nos asegura la
perenne efusión del Espíritu (prefacio después de la Ascensión).
Desde dentro de nosotros mismos, el Espíritu Santo nos
guía hacia la verdad completa, nos recuerda las palabras de Jesús, refuerza
nuestra voluntad, hace de nosotros creyentes y testigos de Cristo, nos capacita
para vivir como hijos de Dios, nos enseña a orar, viene en auxilio de nuestra
debilidad. La constante presencia y acción de Cristo en nosotros se realiza por
obra del Espíritu Santo.
El día de Pentecostés, la Iglesia, surgida de la
muerte redentora de Cristo, inicia su andadura. Se hace misionera. El Espíritu
Santo, su principio vital, la guía hacia la verdad. Él hace a la Iglesia una,
santa, católica y apostólica. “Es necesario reafirmar que la evangelización es
obra del Espíritu”. Más aún “no habrá nunca evangelización posible sin la
acción del Espíritu Santo” (Pablo VI). Los Hechos de los Apóstoles dan
testimonio de que gracias al apoyo del Espíritu Santo, la Iglesia crecía “y se
multiplicaba con el consuelo del Espíritu santo" (Hch
9, 31).
Presente en nuestros corazones, el Espíritu Santo
opera en el cristiano un cambio profundo. Toca la esencia de la persona y la
transforma. Participamos de la naturaleza divina por medio del Espíritu. Es la
divinización del ser humano: “Por la fuerza del Espíritu, que mora en el
hombre, la deificación comienza ya en la tierra” (Juan Pablo II). El Espíritu
Santo nos hace partícipes de la divinidad, hijos de Dios en Cristo, hijos en el
Hijo único de Dios. Nos comunica la vida en Cristo Resucitado. “La comunión con
Cristo es el Espíritu Santo” (San Ireneo). Es mediante la fe y el bautismo como
nosotros llegamos a ser uno en Cristo Jesús (Ga 3, 28): “No sólo una cosa, sino
uno, un único, un único sujeto nuevo”, comenta Benedicto XVI (Homilía,
15-4-2006). Injertados en Cristo, recibimos la vida inmortal de Dios. Somos
hijos de Dios en el Hijo único de Dios. Llamados a vivir en comunión con Cristo
(1 Cor 1,9).
“Donde está la Iglesia allí
está el Espíritu de Dios; donde está el Espíritu allí está la Iglesia y toda
verdad” (San Ireneo). El Papa Benedicto
XVI nos ayuda a comprender el sentido profundo de esta celebración de MARÍA
MADRE DE LA IGLESIA en el contexto de Pentecostés: “Por lo tanto, no hay
Iglesia sin Pentecostés. Y quiero añadir: no hay Pentecostés sin la Virgen
María. Así fue al inicio, en el Cenáculo, donde los discípulos «perseveraban en
la oración con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres, de María, la
Madre de Jesús, y de sus hermanos», como nos relata el libro de los Hechos de los Apóstoles (1, 14). Y
así es siempre, en cada lugar y en cada época” (Benedicto XVI, Regina Caeli 23-5-2010).