7ª semana del tiempo
ordinario. Miércoles: Mc 9, 38-40
Hoy nos trae el evangelio
un tema de lo que se suele llamar “celotipia” en el terreno de lo religioso.
Solemos actuar en el aspecto religioso externo con mucho egoísmo. Lo cual no es
actuar muy religiosamente. Los apóstoles no eran santos, cuando los escogió
Jesús. Tenían muchos defectos y uno de los trabajos más grandes de Jesús fue el
ir formando el verdadero espíritu en aquellos hombres que estaban destinados a
ser pilares de la fe en el mundo. Una de las cosas que más le costaba a Jesús
era el desterrar el egoísmo de aquellos hombres que, a pesar de vivir en una
cierta comunidad, se disputaban los primeros puestos en lo que creían ser un
reino material.
Un día ven a un hombre que,
sin ser del grupo de ellos, con su buena voluntad está expulsando un demonio
invocando el nombre de Jesús. Esto les sentó muy mal a algunos de los
apóstoles, y Juan, que tenía bastante confianza con Jesús, le dice que se lo
habían prohibido. Parece que lo decía como si hubieran hecho una gran cosa.
Creían que el invocar el nombre de Jesús para hacer algo grande, como el
expulsar a un demonio, les correspondía sólo a ellos. Esto quizá lo creían
porque Jesús les dio este poder cuando les mandó a predicar por aquellos
pueblos cercanos. Pero Jesús les regaña. Lo diría con infinita bondad, pero al
mismo tiempo con plena claridad dándoles a ellos y a nosotros una gran lección.
Muchas veces hemos creído
algunos católicos que sólo nosotros tenemos la razón en cosas de religión. Pero
fuera hay también mucha gente buena que actúa con buena fe. Hoy nos dice Jesús
que todo el que no está contra nosotros definitivamente está a nuestro favor.
En estos tiempos, quizá más que en otros, el Papa busca cualquier momento y ocasión
para poner en evidencia las cosas buenas con las que podemos compartir con los
judíos, los musulmanes, los budistas o con los de cualquiera religión. Esto no
es confesar que todas las religiones son igualmente buenas y santificadoras,
sino que en todas las religiones encontramos gente muy buena, aunque nosotros
estemos persuadidos que en el cristianismo tenemos unas gracias especiales que
nos pueden ayudar a ser mejores y santos, si nos
dejamos guiar.
Lo que se quiere decir hoy
es que, si queremos practicar el principal mandamiento nuestro que es el amor,
debemos saber descubrir las cosas buenas que hay en muchas personas, aunque “no
sean de nuestro grupo”. Y que no tengamos envidia de quien actúe rectamente en
las cosas religiosas. Algo parecido pasó en el Antiguo Testamento cuando Moisés
llamó a los dirigentes del pueblo para “profetizar”, que significa alabar a
Dios. Resulta que dos no fueron, quizá tuvieron impedimento o no quisieron. El
hecho es que donde estaban también se pusieron a profetizar. Entonces Josué,
que era joven y no experto en las cosas de Dios, le dijo a Moisés que se lo
prohibiera. Pero Moisés que, por su gran trato con Dios, tenía un corazón
grande y misericordioso, le dijo: “Ojalá que todo el pueblo pudiera
profetizar”.
Jesús quiere que tengamos
un corazón magnánimo para ver más las cosas buenas que hay alrededor nuestro o
lejos de nosotros. Quiere que sepamos alegrarnos por los que hacen el bien,
mientras Dios sea bendecido. También encontraremos acciones depravadas que hay
que lamentar. No nos quedemos enfrascados sólo pensando en estas cosas malas,
porque hay muchísimas cosas que debemos admirar y por las cuales Dios es
bendecido continuamente en muchas partes de la tierra.
Cuando vemos lo imperfectos
que eran los apóstoles, cuando Jesús les quería enseñar algo fundamental, y lo
perfectos que aparecen después de la venida del Espíritu Santo, podemos
comprender la grandeza de la gracia de Dios, cuando uno es dócil a esa gracia.
Por eso en este día, viendo que nosotros estamos también llenos de egoísmo y
que queremos dominar a los demás y que nos alaben por lo que hacemos, pidamos
esa luz y fuerza al Espíritu Santo y podremos ver maravillas.