7ª semana del tiempo ordinario.
Sábado: Mc 10, 13-16
Hoy nos presenta el
evangelio un encuentro de Jesús con los niños. Si miramos la escena a través de
nuestra cultura y los cuadros artísticos que nos han dejado muchos autores, nos
parece una escena muy tierna y conmovedora. Nos recuerda a lo que a veces vemos
con el papa o alguna persona de mucho relieve. A veces hasta los políticos
buscan tener más votos acariciando a niños.
Por eso quizá nos extraña
la actitud de los apóstoles, que debían haber sido testigos del alma tierna de
Jesús, apartando a los niños y hasta enfadándose con ellos porque estaban
estorbando al Maestro. Hoy ningún guardia de seguridad apartaría a un grupo de
niños ante la presencia del papa. Pero resulta que los niños en aquella cultura
no eran como en la nuestra.
Entonces los niños estaban
menospreciados y hasta los doce años no tenían ni derecho a escuchar la palabra
de Dios. En realidad vivían muy metidos en casa. Por lo tanto aquellos niños,
que se presentan ante Jesús, eran lo que nosotros llamaríamos “niños de la
calle”, mal vestidos, medio abandonados, con malas
costumbres. A éstos son los que acoge Jesús con mucho agrado, porque siempre
siente compasión ante las personas más débiles o más indefensas.
Así pues, siente Jesús una
tal ternura ante aquellos niños, que se enfada con los apóstoles porque los
quieren retirar de su presencia. Y Jesús no sólo les saluda afablemente a
aquellos niños, sino que les abraza.
Y lo importante es que
sobre ellos pronuncia una especie de bienaventuranza: “porque de ellos es el
reino de Dios”. Así que no se trata de exaltar un cariño especial o una actitud
dulzona, sino que formula una verdad teológica. Nos dice que el Reino de Dios
no es sólo para los adultos que han profundizado en las verdades de la fe, sino
que también es para los niños, aunque no sepan mucho, sino simplemente por ser
niños, seres indefensos.
Claro que en la vida nos
encontramos con niños o personas de muy poca edad que han crecido en la maldad.
Niños que no han conservado su alma inocente sino que han recogido la maldad
que por las circunstancias de la vida ha estado demasiado cerca de ellos: en la
misma vivienda o en la calle. Nuestro deber es saber acogerlos como Jesús y
ayudarles a transformar esas malas influencias del mal en bien.
Luego Jesús dice otro gran
principio: Si queremos entrar en el Reino de Dios, debemos acogerlo haciéndonos
como niños. No quiere decir que no permitamos el progreso en las ciencias, en
la experiencia y en las virtudes, sino que nuestra actitud ante Dios debe ser
como la de un niño pequeño ante sus padres.
Por lo tanto debemos vivir
y actuar como quien depende totalmente, quien se confía plenamente en lo que
Dios haga por y en nosotros, sabiendo que Dios todo lo hace por nuestro bien.
Como un niño que está tranquilo en los brazos de su madre, sabiendo que no le
va a tirar ni hacer ningún mal.
Así debemos estar, unidos
por el amor, en los brazos de nuestro Padre del cielo, aunque tengamos muchos
años de edad, o mucha ciencia o muchos bienes materiales. Quien no viva como un
niño ante Dios no puede entrar en el Reino de los cielos.
Según el evangelio, antes
de esta escena había tenido Jesús una defensa ante la pregunta-trampa que los
fariseos le habían hecho sobre el divorcio. Jesús les había respondido; pero no
se quedaron contentos. Tampoco los apóstoles lo habían entendido del todo. Por
eso vino muy bien esta escena con los niños para darnos a entender también que,
para poder entender los misterios de la gracia o la palabra de Dios, es
necesaria una postura de humildad sabiendo que Dios es infinitamente más sabio;
y una postura de amor, sabiendo que es nuestro Padre.