CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
XXVII DOMINGO
En
el Evangelio de hoy se nos presentan las palabras de Jesús sobre el matrimonio.
Cristo, Dios verdadero, por quien todo fue hecho, confirma la institución del
matrimonio en la comunión conyugal entre el hombre y la mujer, tal como
aparece, ya desde el principio, en el relato de la creación, (primera lectura).
Todas las lecturas hablan realmente del proyecto creador de Dios. También la
segunda: tanto Cristo (el santificador) como los hombres (los santificados)
“proceden todos del mismo”. Así Cristo es nuestro hermano.
Dios
es el creador y fuente de la vida. “Pero la vida, como sabemos bien, se
manifiesta primariamente en la unión entre el hombre y la mujer y en el
nacimiento de los hijos; por tanto, la ley divina, inscrita en la naturaleza,
es más fuerte y preeminente que cualquier ley humana, según la afirmación clara
y concisa de Jesús: "Lo que Dios unió, que no lo separe el hombre",
leemos en el Evangelio de hoy (Benedicto XVI).
Al hombre y a la
mujer los creó Dios a imagen suya. Iguales en su dignidad, pero distintos y
complementarios en su sexualidad: hombre y mujer los creó, para que se
acompañaran, se ayudaran (“no está bien que el hombre esté solo”) y para que crecieran, se multiplicaran y
vivieran en comunión de amor (“el hombre se unirá a su mujer y serán los dos
una sola carne”). Dios, que es amor,
creó al hombre y a la mujer a imagen suya: por amor y para el amor.
Esta realidad divino-natural de la institución
matrimonial es obra del Dios creador, que el hombre no puede romper, manipular
ni modificar (“lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”). El matrimonio
es fuente de alegría profunda para el hombre y la mujer. Adán expresó su gozo
incontenible: “Ésta sí…”. Es la primera vez que en la Biblia habla un ser
humano. Dios había infundido un profundo sueño en el hombre y de una costilla
suya (de junto a su corazón) hizo una mujer y se la presentó a Adán: estaba
hecha de los sueños del hombre, es lo soñado por el hombre
La realidad natural
del matrimonio tiene por sí misma unos fines
naturales: el amor conyugal, la procreación y la educación de los hijos.
Y unas propiedades esenciales, que nacen del verdadero amor: así, decir
sinceramente “te quiero” incluye necesariamente: te quiero solamente a ti, de
manera única, con todo mi ser, delante de todos y para siempre. Estas
propiedades y fines de la realidad natural del matrimonio no son, por tanto,
una imposición de la fe cristiana. Son consecuencia natural del amor verdadero
entre un hombre y una mujer.
San Pablo en su carta
a los Efesios (5, 21-33) dice que esta misma realidad natural del matrimonio es
un gran misterio, “y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia”, añade. La entrega hasta la muerte de Cristo por la
Iglesia hace posible la donación personal de los esposos y es modelo de su
amor. Esta analogía actúa en dos direcciones: nos ayuda a comprender mejor la
relación de Cristo con la Iglesia y además, a penetrar en la esencia del
matrimonio. Era signo ya de la antigua Alianza y ahora lo es la nueva y eterna
en la sangre de Cristo, que padeció la muerte para bien de todos. Él es el guía
de nuestra salvación y con sus sufrimientos santifica y lleva a la gloria a una
multitud de hermanos (segunda lectura).
“La realidad natural
del matrimonio se convierte, por voluntad de Cristo, en verdadero y propio
sacramento de la Nueva Alianza, marcado por el sello de la sangre redentora de
Cristo” (Juan Pablo II, Carta a las Familias 18). El matrimonio es el
sacramento de una realidad que existe ya en la creación; es el mismo pacto
matrimonial instituido por el Creador al principio. Esta sacramentalidad
no es algo sobreañadido al matrimonio como dato natural. El sacramento del matrimonio da a los esposos la
gracia que santifica y también, la “fuerza corroborante” (Juan Pablo II) en
orden a cumplir los fines específicos del matrimonio y sus deberes propios.
Grande es la responsabilidad de los esposos cristianos, que durante toda su
vida deben ser el uno para el otro signo eficaz –sacramento- del amor esponsal de Cristo.
El amor conyugal va más allá de los esposos.
Se prolonga en los hijos, síntesis indestructible del padre y de la madre. La
paternidad y la maternidad no se reducen a lo biológico. Engendrar es educar y
educar es engendrar. Así es como los padres dan la vida enteramente. El ejemplo de los padres,
percibido en la cercanía familiar, juega un papel fundamental en la educación
de los hijos, especialmente en la educación en la fe. Los niños aprenden
imitando.
MARIANO ESTEBAN CARO