Domingo
de la Santísima Trinidad (B)
Primera Lectura
El Señor es el único Dios, allá arriba en el cielo, y aquí
abajo en la tierra; no hay otro
Lectura del libro del Deuteronomio 4,32-34.39-40
Moisés
habló al pueblo, diciendo: «Pregunta, pregunta a los tiempos antiguos, que te
han precedido, desde el día en que Dios creó al hombre sobre la tierra: ¿hubo
jamás, desde un extremo al otro del cielo, palabra tan grande como ésta?; ¿se
oyó cosa semejante?; ¿hay algún pueblo que haya oído, como tú has oído, la voz
del Dios vivo, hablando desde el fuego, y haya sobrevivido?; ¿algún Dios intentó
jamás venir a buscarse una nación entre las otras por medio de pruebas, signos,
prodigios y guerra, con mano fuerte y brazo poderoso, por grandes terrores,
como todo lo que el Señor, vuestro Dios, hizo con vosotros en Egipto, ante
vuestros ojos? Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón, que el Señor es el único
Dios, allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro. Guarda
los preceptos y mandamientos que yo te prescribo hoy, para que seas feliz, tú y
tus hijos después de ti, y prolongues tus días en el suelo que el Señor, tu
Dios, te da para siempre.»
Salmo
responsorial 32, 4-5. 6 y 9. 18-19. 20 y 22. R/ Dichoso el pueblo que el Señor se escogió
como heredad.
Segunda Lectura
Habéis recibido un espíritu de hijos
adoptivos, que nos hace gritar: «¡Abba!» (Padre
Lectura de la carta del
apóstol san Pablo a los Romanos 8, 14-17
Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son
hijos de Dios. Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el
temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: «¡Abba!»
(Padre). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos
hijos de Dios; y, si somos hijos, también herederos; herederos de Dios y
coherederos con Cristo, ya que sufrimos con él para ser también con él
glorificados.
Evangelio
Bautizados en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo
Lectura del santo
evangelio según san Mateo 28,16-20
En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea,
al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero
algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: «Se me ha dado pleno
poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos,
bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles
a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos
los días, hasta el fin del mundo.»
Un Dios amigo y
cercano
Muchos piensan que el misterio de la Trinidad es el
producto de la imaginación calenturienta de ociosos teólogos medievales, una
manera probar nuestra fe, o nuestra credulidad, a base de poner ante nuestros
ojos una imagen de Dios lejana y misteriosa, precisamente por su carácter
contradictorio: tres personas en una sola sustancia divina, en la que cada una
de las personas es Dios en sentido pleno…
En realidad, merece la pena meditar sobre este misterio,
que aunque nos superará siempre, nos habla de algo muy distinto de un Dios
lejano e incomprensible. Empecemos diciendo que no fueron teólogos medievales
los que pensaron este dogma. El carácter trinitario de la fe cristiana
comparece desde los primeros escritos del Nuevo Testamento: el más antiguo de
todos, la primera carta a los Tesalonicenses (en torno al año 50), tiene ya
claras formulaciones trinitarias. No es extraño si tenemos en cuenta que el
centro de la conciencia mesiánica de Jesús consiste precisamente en la
filiación divina, en su ser Hijo de Dios, y en un sentido que dista mucho de
ser una mera metáfora. Los judíos que lo acusaban de blasfemia por equipararse
con Dios entendían muy bien que Jesús reivindicaba una familiaridad con su
Padre que transcendía los símbolos.
Pero es que, además, la fe en el Dios trinitario no es en
absoluto algo “ocioso”, carente de consecuencias prácticas. Las discusiones
trinitarias en los primeros siglos de la era cristiana, que se sirven con
libertad de diversas categorías griegas (sustancia, relación, etc.), dan lugar a
un nuevo mundo conceptual del que todavía vivimos: la noción de persona, que ha
tenido enormes consecuencias en la cultura occidental y mundial, que habla del
valor absoluto de cada ser humano, de su dignidad y de sus derechos
inalienables, es producto de la formulación teológica del dato revelado
claramente en el Nuevo Testamento: es al hilo de la reflexión sobre la vida y
las relaciones entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, como se llega a la
noción de persona, absolutamente novedosa para la cultura griega y helenista, y
que nos ofrece una nueva comprensión de Dios y, como consecuencia, del hombre,
que es su imagen.
Las lecturas de hoy iluminan con gran intensidad el
carácter existencial de la fiesta que celebramos. El libro del Deuteronomio no
sólo subraya el monoteísmo (“el Señor es el único Dios…; no hay otro”), sino,
sobre todo, la cercanía de este Dios único “allá arriba en el cielo, y aquí
abajo en la tierra”. El Dios de Israel es un Dios que viene al encuentro, que
lo hace liberando y, además, respetando la libertad humana: no se impone
despóticamente, sino que propone un pacto. Los pactos sólo pueden ser suscritos
entre seres libres y, en cierto modo, iguales o, al menos, semejantes. Si Dios
propone un pacto, es porque nos considera semejantes a Él, precisamente, personas
como Él. Esa semejanza es la fuente de nuestra libertad (por eso actúa Él
liberando), y de nuestra dignidad (por eso nos respeta, incluso si nos alejamos
de Él). Así que se trata de un Dios que viene al encuentro, pero sin invadir el
espacio propio del hombre; es un Dios que se muestra, que interpela y que busca
el diálogo y la comunicación.
Un Dios así no puede ser un déspota solitario, que de
relaciones no sabe nada. Al contrario, siendo absolutamente único, su interna
sustancia es la comunicación, la relación, el amor: la armonía y la perfecta
unidad entre los distintos. Y el amor es siempre, en sí mismo, una buena
noticia, que tiende a comunicarse, a compartirse. Así que Dios crea el mundo y
al hombre para incluirlo en esa relación en que consiste misteriosamente su
propio ser. No nos llama a una alianza cualquiera (por ejemplo, comercial o de
intereses), sino a esa alianza profunda y decisiva que son las relaciones
familiares. Esta es la gran novedad que nos ha traído Jesucristo.
Sabemos que nuestras imágenes no pueden expresar
adecuadamente el misterio inaccesible de Dios. Pero sí que hay imágenes que lo
expresan mejor, y ésas son las que mejor nos definen a nosotros mismos: las
ligadas a las relaciones familiares. Dios como Padre quiere incluirnos en la
filiación por medio de su Hijo. Jesús se refería a Dios en términos de
extraordinaria cercanía y familiaridad: al hablar de Dios como de su Abbá, que
es el equivalente arameo de “papá”, Jesús está subrayando una relación de
inaudita intimidad, que lo equipara con Dios. Y su Evangelio, su Buena noticia,
consiste en que esa relación paterno-filial se abre como una posibilidad de
vida para todos los seres humanos. Y lejos de significar esta imagen una
relación de dependencia infantil, lo que hace es llamarnos a la libertad, a la
autonomía, a la responsabilidad: ¿qué quieren realmente los buenos padres, sino
que sus hijos crezcan y sean sí mismos? Lo mismo sucede con el Dios Padre de
Jesucristo que nos llama a arriesgar y caminar (“sal de tu tierra” –Gn 12, 1)),
a ponernos en pie y caminar (“toma tu camilla y anda” –Jn 5, 8–, “toma tu cruz
y sígueme” –Mt 16, 24–).
De esto nos habla Pablo en la carta a los Romanos. Si nos
abrimos al Dios que viene al encuentro, si nos dejamos tocar por su Espíritu,
descubrimos de manera no sólo teórica, sino vital, que Dios no es un abstracto
Principio de todo, ni sólo un Primer Motor del mecanismo universal, sino un ser
personal que funda y sostiene nuestra libertad; un Dios que al venir al
encuentro y hacerse cercano en su Hijo Jesucristo llega incluso a padecer con
nosotros y por nosotros, para así compadecerse de todos. Y si Él se une a
nosotros en nuestros padecimientos, al participar nosotros en los suyos, podemos
sentir que el Abbá de Jesús es también el nuestro, y así nos hacemos
partícipes de su gloria, nos convertimos en Él en hijos de Dios y coherederos
de su vida resucitada.
El Evangelio, por fin, nos recuerda que esa cercanía de
Dios es un proyecto, algo que está siempre en camino, y del que todos los que
hemos creído somos responsables ante los demás, ante el mundo entero. Nos
convertimos en cierto sentido en la voz del Dios que llama al encuentro e
invita a la comunicación con Él por medio del bautismo. Jesús nos envía a anunciar
al Dios cercano siendo y haciéndonos nosotros mismos cercanos, anunciando con
palabras y obras la cercanía de Dios. Cuando tratamos de hacerlo, la sentimos
nosotros mismos y pueden sentirla los demás: Jesús y, con Él, el Padre, por la
mediación del Espíritu Santo, está con nosotros “hasta el fin del mundo”. Este
“hasta el fin del mundo” puede entenderse en varios sentidos: siempre, hasta
que el mundo se acabe (no sabemos cuándo); en todas partes, hasta los
últimos rincones del mundo (también en mi propio rincón); y hasta las
últimas consecuencias, pase lo que pase, incondicionalmente (hasta la
muerte).
En un Dios así, la verdad, merece la pena creer.