9ª semana del tiempo ordinario. Lunes: Mc 12, 1-12

Estamos en los últimos días de la vida de Jesús. En el capítulo anterior vimos cómo una embajada de los principales jefes del templo le había preguntado a Jesús con qué autoridad hacía aquellas cosas, refiriéndose especialmente al hecho de haber arrojado del templo a los mercaderes. Jesús les respondió con otra pregunta sobre qué juicio  tenían de la predicación de Juan Bautista. Como ellos no le quieren responder, Jesús tampoco les dice con qué autoridad hacía aquello.

La razón de no responderles directamente Jesús era porque los jefes espirituales del pueblo de Israel habían cerrado totalmente su corazón a las enseñanzas amorosas de Dios. Sólo creían en el dinero y, para que la gente les estimase, cumplían con las normas externas de la religión. Ahora Jesús les va a decir que para Dios ellos, los jefes del pueblo, habían perdido toda autoridad.

Y les dice algunas parábolas, que tienen sabor a trágico. Son diferentes de cuando hablaba al pueblo sencillo y les decía parábolas sobre el campo y la naturaleza en general. Según el evangelio de este día les dice una parábola que en ciertos términos ya había pronunciado el profeta Isaías sobre la viña del Señor. Es como un resumen de la historia del pueblo de Dios.

Dios ama a su pueblo y le llena de gracias; pero aquellos, que deben formar al pueblo en la religión de Dios amor, se hacen dueños de la religión y no admiten a los emisarios directos de Dios que son los profetas. A varios les matan. El último de los profetas fue Juan Bautista, cuyos consejos no quisieron seguir. La bondad de Dios se muestra en que ahora manda a su propio Hijo; pero estos “dueños” de su viña no le quieren recibir y hasta desean su muerte.

Aquellos escribas y sacerdotes entendieron con claridad que la parábola estaba dirigida contra ellos y quisieron ya matar a Jesús. El temor de perder prestigio ante la gente les retuvo de pasar adelante en su intento y prefirieron retirarse.

Termina la parábola viendo que al final Dios tiene que triunfar y la viña se entregará a otros viñadores que la cultivarán. La desgracia es que, a través de la historia, la parábola se repite por causa de nuestro rechazo o aprobación. Y la realidad es que hay regiones donde ha florecido el cristianismo y después sólo se conoce ese florecimiento por monumentos muertos que han quedado. Nuestra labor debe ser unirnos a Cristo de modo que no ocurra esa destrucción en ninguna parte.  

 También la parábola se aplica a cada uno de nosotros. Dios nos ha elegido y nos da continuas gracias; pero quiere una respuesta positiva de fe, quiere que demos frutos concretos de vida cristiana. Dios nos manda continuamente emisarios suyos para ayudarnos, nos manda también sus ángeles que están dispuestos a subir hacia Dios con nuestras oraciones y los buenos frutos, como son los actos de amor a Dios y amor al prójimo, el trabajo bien hecho, contradicciones bien aceptadas, pequeñas renuncias a favor de los demás; pero, como dice el profeta Isaías en su parábola, en vez de uvas dulces quizá sólo se encuentran frutas amargas, que son los pecados. En nuestra vida hay muchas realidades terrenas, que pueden ser buenas o malas, según nosotros las usemos. Todos los asuntos de cada día podemos convertirlos en frutos para Dios.

A veces nosotros, como aquellos jefes religiosos, nos creemos dueños de la vida o dueños de la religión, cuando solamente somos administradores y servidores. Quizá como ellos sentimos el orgullo herido o los intereses perjudicados por mensajes concretos de la Iglesia que por medio de sus ministros cualificados nos quieren guiar para nuestro bien. Y hasta quisiéramos echarles de nuestra vida. A veces nos quedamos sólo en los ritos externos sin que haya una transformación interna. Entonces, aunque parezca que hacemos mucho, en realidad no estamos dando verdaderos frutos de fe. Pidamos que su amor generoso desborde nuestros méritos.