10ª semana del tiempo ordinario, Domingo B : Mc 3, 20-35

    Según el evangelio de san Marcos, acababa Jesús de elegir a los 12 apóstoles. Había sido un momento muy importante dentro de la evangelización de Jesús. Eran los que tendrían que organizar el nuevo pueblo de Dios de forma externa, según las enseñanzas de Jesús bajo el impulso del Espíritu Santo, Es natural que Jesús quisiese estar a solas con ellos para profundizar en las enseñanzas de esos días.

    Y se retiran a casa. Esta era la casa de Pedro, que hacía como de centro organizador de aquellos viajes apostólicos. Pero la gente les siguió porque tenían más deseos de aquellas enseñanzas. Era un clamor popular saber dónde estaba Jesús. Por eso llegaron allí sus familiares. En aquella cultura, cuando uno seguía soltero y sin padre, aunque ya tuviera algo más de 30 años, sus familiares cercanos, como los tíos, tenían obligación de vigilarle. El hecho es que estaban preocupados: quizá temían por su salud, o más bien veían que tenía enemigos que le deseaban ya la muerte.

    Se lo quisieron llevar a su pueblo, pero Jesús quizá les diría que tenía que hacer la voluntad de Dios. Y se marcharon. Ya que se notaba un cierto ambiente hostil, pone el evangelista una discusión muy seria con los escribas que habían venido de Jerusalén. Estos decían que Jesús estaba endemoniado y todo lo que decía y realizaba era con el poder del demonio. Era una acusación tremenda. Tanto que Jesús considera necesario defenderse por el bien de los discípulos y gente buena que le escucha. Jesús les dice que nadie puede ir contra sí mismo para vencer, sino que es su ruina. Y dice que ese pecado es tan grave que no se puede perdonar. Lo llama “una blasfemia contra el Espíritu Santo”. Significa cerrar su alma y corazón de tal manera al buen Espíritu, que no le deja actuar. Por lo tanto no pueden acoger al Espíritu Santo, mientras no tengan una disposición de apertura a la gracia de Dios por un sincero arrepentimiento.

    Y de nuevo vuelven los familiares de Jesús: esta vez con María su madre. Quizá los familiares la dijeron que Jesús se encontraba mal. El hecho es que les acompañó. Habría pasado quizá un día o dos. De nuevo la casa estaba llena de gente, pero le avisan a Jesús que allí estaban su madre y sus hermanos, que significa los familiares cercanos. Hasta que pudo estar Jesús con ellos, aprovechó para darnos una grande y hermosísima lección: Que más importante que ser hermano o madre por la sangre, es para Jesús aquel que cumple la voluntad de Dios.

Mira a los que están allí sentados, que son sus discípulos, que son los que, aun sin entender todo, están dispuestos a cumplir sus mensajes, nos mira a nosotros, a todos, y nos dice hoy: “Quien hiciere la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”. Para Jesús los lazos familiares no son lo primero, aunque sea algo muy hermoso y digno. Por encima está el hacer la voluntad de Dios, que nadie lo ha hecho mejor que su madre, la Virgen María. Por eso María es doblemente madre: por los lazos carnales y por ser “la humilde esclava del señor”. Aquí aparece la grandeza del Corazón de Jesús: Para él no importa si son o no descendientes de Abraham, como decían los fariseos. Para él lo que importa es imitarle en la fe y estar pendiente cuál sea la voluntad de Dios para cada uno y seguirla. Esto nos debe llenar de alegría, pues formamos parte de la familia de Jesús. Él nos enseñó a llamar a Dios “Padre nuestro”. Por lo tanto todos somos hermanos. Y más si cumplimos la voluntad de Dios.               

Para cumplir la voluntad de Dios, primero debemos estar a la escucha de la Palabra de Dios, como la Virgen que escuchaba y guardaba las palabras en su corazón. Ella era madre y era discípula de Jesús. Cumplir la voluntad de Dios no es sólo profesar con los labios que Jesús es nuestro Señor, sino aceptar en nuestra vida su plan de salvación. Y primeramente no cerrar el corazón, como los fariseos, a la acción del Espíritu Santo. Hasta poder decir: Señor, aquí estoy para hacer tu voluntad.