Domingo X Tiempo
Ordinario/B
(Gn
3, 9-15; 2 Co 4, 13-5, 1; Mc 3, 20-35)
“Escuchar la palabra de Dios y ponerla
por obra”
Las palabras de Jesús sonaban a nuevas, como nueva parecía la autoridad
de quien las pronunciaba. Palabras que tocaban el corazón y en las que muchos
veían la fuerza de la salvación que anunciaban. Por eso la gente sigue a Jesús,
aunque también estén los que le siguen por conveniencia, sin mucha pureza de
corazón, quizá solo por las ganas de ser más buenos. En dos mil años no parece
que ese escenario haya cambiado. También hoy muchos escuchan a Jesús como los
nueve leprosos del evangelio que, felices por haber recobrado la salud, se
olvidan de Jesús, que es quien les ha curado.
Pero Jesús sigue hablando a la gente
porque quiere a esa gente hasta el punto de decir: los que me siguen —esa
muchedumbre inmensa—, esos son mi madre y mis hermanos. Y lo explica: los que
escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica (cfr. Lc
8,21). Son las dos condiciones para seguir a Jesús: escuchar la palabra de Dios
y ponerla por obra. Esa es la vida cristiana, nada más. Así de sencilla. Tal
vez nosotros la hemos hecho un poco difícil, con tantas explicaciones que nadie
entiende, pero la vida cristiana es así: escuchar la palabra de Dios y
practicarla.
Por eso, como dice san Lucas, Jesús
contesta al que le decía que sus parientes lo están buscando: «Mi madre y mis
hermanos son éstos: los que escuchan la palabra de Dios y la ponen por obra» (Lc 8,21). Y para escuchar la palabra de Dios, la palabra de
Jesús, basta abrir la Biblia, el evangelio. Pero esas páginas no son solo para
leerlas sino para escucharlas. Escuchar la palabra de Dios es leerla y decir:
¿Qué está diciendo esto a mi corazón? ¿Qué me está diciendo Dios a mí con esas
palabras? Y nuestra vida cambia. Cada vez que hacemos eso —abrir el evangelio,
leer un pasaje y preguntarnos: ¿Con esto Dios me habla, me dice algo? Y si dice
algo, ¿qué me está diciendo?— estamos escuchando la palabra de Dios, con los
oídos y con el corazón. Abrid el corazón a la palabra de Dios. Los enemigos de
Jesús escuchaban su palabra, pero estaban allí para intentar atraparle en un
error, para hacerlo resbalar, y que perdiese autoridad. Pero nunca se
preguntaban: ¿Qué me dice Dios en estas palabras? Y Dios no habla para todos en
general: sí, habla para todos, pero nos habla a cada uno. El evangelio ha sido
escrito para cada uno de nosotros.
Es verdad que poner por obra lo que se
escucha no es fácil; es más fácil vivir tranquilamente sin preocuparse de las
exigencias de la palabra de Dios. Pistas concretas para hacerlo son los
Mandamientos y las Bienaventuranzas, contando siempre con la ayuda de Jesús,
también cuando nuestro corazón escucha pero hace como que no entiende. Él es
misericordioso y perdona a todos, espera a todos, porque es paciente. Jesús
recibe a todos, incluso a los que van a escuchar la palabra de Dios y luego lo
traicionan. Pensemos en Judas. “Amigo”, le llama en el momento en que Judas le
traiciona. El Señor siempre siembra su palabra, y solo pide un corazón abierto
para escucharla y buena voluntad para ponerla por obra. Por eso la petición de
hoy que sea la del Salmo: Guíame Señor por la senda de tus mandatos (S 118,33),
es decir, la senda de tu palabra, y que yo aprenda, con tu ayuda, a ponerla en
práctica.
La Escritura en la Carta de Santiago
leemos este texto sobre la Palabra de Dios: “Nos engendró por su propia
voluntad, con Palabra de verdad, para que fuéramos como las primicias de sus
criaturas. Ténganlo presente, hermanos míos queridos: que cada uno sea
diligente para escuchar y tardo para hablar, tardo para la ira… Por eso,
desechen toda inmundicia y abundancia de mal y acojan con docilidad la Palabra
sembrada en ustedes, que es capaz de salvar sus almas. Pongan por obra la
Palabra y no se contenten sólo con oírla, engañándose a ustedes mismos. Porque
si alguno se contenta con oír la Palabra sin ponerla por obra, ése se parece al
que contempla su imagen en un espejo: se contempla, pero, en cuanto se va, se
olvida de cómo es. En cambio el que fija la mirada en la Ley perfecta de la
libertad y se mantiene firme, no como oyente olvidadizo sino como cumplidor de
ella, ése, practicándola, será feliz” (St 1,18-25).
“La Palabra de Dios -decía san Ambrosio-
es la sustancia vital de nuestra alma; la alimenta, la apacienta y la gobierna;
no hay nada que pueda hacer vivir el alma del hombre fuera de la Palabra de
Dios” (S. Ambrogio, Exp. Ps. 118, 7,7 (PL 15, 1350). “Es tanta la eficacia que
radica en la palabra de Dios -añade la Dei Verbum-, que es, en verdad, apoyo y
vigor de la Iglesia, y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma,
fuente pura y perenne de la vida espiritual (Dei Verbum, 21).
Podemos elevar como san Agustín
(Confesiones) nuestro corazón a Dios, para obtener la compresión de la Palabra
de Dios: “Sean tus Escrituras mis castas delicias: no me engañe yo en ellas, ni
engañe a nadie con ellas… Atiende a mi alma, y óyela, que clama desde lo
profundo… Concédeme tiempo para meditar sobre los secretos de tu Ley, y no
cierres sus puertas a los que llaman… Mira que tu voz es mi gozo; tu voz es un
deleite superior a cualquier otro. Dame lo que amo… No deprecies a esta hierba
sedienta… Que al llamar, se me abran las interioridades de tus palabras… Lo
pido por nuestro Señor Jesucristo… en quien están escondidos todos los tesoros
de la sabiduría y ciencia de Dios (Col 2,3). A Éste busco en tus libros” (Conf.
XI, 2, 3-4).