Domingo XI del Tiempo
Ordinario/B
(Cfr. P. Rivero. Ez
17, 22-24; 2 Co 5, 6-10; Mc 4, 26-34)
“Era la semilla más
pequeña, pero se hace más alta que las demás hortalizas”
El Reino de Dios es como una planta. Este Reino como
planta comienza primero como sencilla semilla el día de nuestro bautismo. Viene
el tallo débil. Con el agua y el sol de la gracia y de los sacramentos, esa
planta crece y se convierte en árbol con hojas, flor y fruto. Y nos da sombra y
nos alimenta.
El Reino de Dios comenzó humilde con doce
hombres débiles. Jesús plantó esa semilla en el interior de esos hombres
pescadores. Fue regando esa semilla con el agua de su Palabra y con el abono y
nutriente de su sangre. Y ese Reino iba creciendo en la mente, en el corazón y
en la voluntad de los apóstoles. ¡En tres años de vida pública cuánto cambio en
esos pobres y sencillos hombres! Su mente hecha sólo de
categorías humanas –pesca, impuestos, ambiciones, fanatismos- fue abriéndose a
la dimensión transcendente: pesca de hombres, impuestos compartidos, ambiciones
convertidas en espíritu de servicio, y fanatismos, en apertura y respeto por
todos.
Su corazón que estaba circunscrito al grupo de sus
familiares y amigos fue dilatándose y abriendo a otras culturas a las que
también estaba destinada esa semilla del Reino de Cristo. Y cada uno de los
apóstoles fue a evangelizar por estos pueblos de Dios con una voluntad de
hierro. En el año 150 pudo decir Tertuliano: “Somos de ayer y llenamos el
mundo”. Y el huracán llamado Saulo de Tarso que viajó por Asia, Grecia,
Roma…fundando comunidades eclesiales y llevando el polen de esa planta del
Reino, aunque esto le supusiera hambres, cárcel, torturas, naufragios y
peligros sin fin.
El Reino de Dios fue creciendo y
extendiendo sus ramas allá donde le permitían, llegando a lugares insospechados
donde había imperios potentes con árboles añosos y culturas bimilenarias,
pero donde faltaba la savia divina y evangélica. Y así ese primer grupo de
pescadores fue expandiéndose por el mundo, formando la Iglesia. Iglesia que es
el fruto de la muerte de Cristo, regada con su agua, vivificada con su sangre;
agua y sangre que brotaron de su costado abierto. Los apóstoles, después de
Pentecostés salieron y extendieron sus ramos, haciéndose árbol frondoso, donde
muchos de sus frutos fueron comidos por las fieras, otros pisoteados, burlados;
y algunos fueron saboreados por almas hambrientas de paz, amor, justicia y
felicidad.
Y después de los apóstoles muchos misioneros, dejando sus patrias y familias,
se embarcaban a mundos desconocidos, con el único imperativo interior de llevar
la semilla de ese Reino de Cristo: el Nuevo Mundo de América, Asia, África y
Oceanía. No fue fácil la expansión de esa semilla, de siglo en siglo. En
algunas épocas fue sofocada por la moral decadente, por el poder arbitrario de
los Estados absolutistas, por las herejías que trataban de mezclar la buena
semilla con cizaña, por apostasías que clamaban al cielo, por filosofías ateas,
por ideologías de cuño marxista, liberal, hedonista y materialista; por grandes
tempestades y huracanes que querían destruir esa semilla, y, lógicamente,
apenas había espacio para germinar.
El Reino de Dios quiere también
crecer en cada uno de nosotros, interiormente. Para ello tenemos que dejar
abierta nuestra mente para que entre y puedan cuajar los
criterios evangélicos. Para ello tenemos que abrir el corazón para
que esa semilla se cuele y purifique nuestros afectos limpiándolos y
elevándolos con la caridad de Cristo. Para ello tenemos que permitir que la
semilla del evangelio encuentre un hueco en nuestra voluntad y
provoque la revolución de la conversión del pecado a la gracia.
¿Cómo están las raíces de mi árbol cristiano, fuertes porque están
alimentadas por la Palabra y la Eucaristía?, ¿cómo está el tronco: firme o a
punto de caer ante el primer vendaval? ¿Y las hojas: verdes o secas? ¿Estoy
dando frutos sabrosos de virtudes? ¿Comparto esos frutos en mi familia, en mi
trabajo, en mi parroquia, entre mis amigos? ¿Cuántos “pájaros vienen a
cobijarse a la sombra de mi árbol”?
Señor, sigue regando y abonando con tu gracia el árbol del Reino que ha
crecido en mi interior para que llegue a la madurez y dé frutos de vida eterna.
Y dame fuerzas y coraje y osadía para llevar el polen de mi buen ejemplo y de
mi palabra convencida y sincera a fin de que llegue a todas las extremidades de
la tierra y queden fecundadas con la semilla de tu Evangelio.