11ª semana del tiempo ordinario. Jueves: Mt 6, 7-15

Jesús les estaba enseñando a los apóstoles a orar. Ya les había dicho que la oración no debía ser como la de los fariseos orgullosos que oran para que otros les vean y les alaben. Ahora les enseña la manera concreta. Y lo primero que les dice es que para orar no hace falta decir muchas palabras, como solían hacer en otras religiones donde creían que se convencía más a sus dioses con cuantas más palabras dijeran. En la oración lo importante es ponerse en contacto con Dios. Lo importante no son las palabras sino los sentimientos. De hecho la palabrería suele ser falta de fe. La oración no es mejor porque tenga palabras muy bonitas o literatura muy bella, a no ser que ello indique un esfuerzo mayor y una fina delicadeza para con Dios, porque lo importante es la relación que se suscite con Dios y lo que El haga con nosotros.

Jesús sabe que somos humanos y, aunque sepamos que Dios conoce nuestras necesidades, debemos exponerlas para que de esta manera nos unamos más con Dios. Lo primero que nos enseña es a invocar debidamente a Dios. Y la mejor manera es llamándole: “Padre”. Lo más grande que El tiene es el amor y con esa palabra queremos manifestar que nos ama. Esta oración del Padrenuestro la podemos hacer como individuos, pero está concebida por Jesús de forma comunitaria.

Nosotros instintivamente hubiéramos comenzado a pedir egoístamente por nuestras necesidades; pero la oración es un ponerse delante de Dios y desear que sea conocido, amado y que se realicen sus proyectos y no precisamente los nuestros. Esa es la primera parte de la oración. “Santificado sea tu nombre”: Quizá más claro sería la traducción que algunos hacen: “Proclámese ese nombre tuyo”. Significaría que queremos que todos se enteren del nuevo nombre de Dios, a quien Jesús nos invita a llamar “Padre”. De todas las maneras Dios será santificado, si nosotros vamos siendo más santos. Así es como vendrá su Reino sobre nosotros. En un mundo donde predomina el odio, la venganza y la crueldad pedimos que se instaure el Reino de Dios, que es reino de justicia, de amor y de paz. Instaurar el Reino o reinado de Dios fue el tema principal o clave en la predicación de Jesús, especialmente promulgado y expresado en las bienaventuranzas. Cuando después pedimos que se cumpla su voluntad, no es que pedimos tanto que se cumpla su voluntad con relación a cada acto de nuestra vida, sino que su designio de salvación sobre el mundo se haga realidad.

En la segunda parte pedimos para nosotros. Está bien pedir el alimento de cada día; pero dicen los técnicos que eso “de cada día” es difícil la traducción del original, y más bien debería ser “del mañana”. Con lo cual Jesús nos enseñaría a pedir para hoy que el banquete anunciado para los últimos tiempos se haga ya una realidad desde ahora. Sería pedir sobre todo el alimento espiritual para nuestra vida. Pero está bien el pedir también el alimento de cada día, que es una oración llena de fe y limitada, pues no pedimos riquezas ni seguridades para toda la vida, sino estar en las manos de Dios.

Muy importante es el pedir que nos perdone o cancele nuestras deudas, tan importante que terminada la oración, repite esta intención. Pero lo interesante aquí es que Jesús nos enseña a pedir que Dios cancele lo mucho que le debemos, cuando vea que nosotros cancelamos las deudas que otros nos tienen. Y cuando se habla de deudores se entienden los “ofensores”; por lo tanto los enemigos y perseguidores.

Luego pedimos que no nos deje caer en la tentación del poder, del prestigio, del dinero, etc. y que nos libre del mal. Este mal está representado por “el malo”, que es Satanás, el tentador contra Jesús, el que desea que no vivamos como hijos de nuestro Padre Dios. Mal es todo lo que dañe nuestra vida espiritual, sobre todo el pecado.

Ojalá, amigos, que de vez en cuando recitemos esta oración muy despacio. Que sea un tiempo de estar a solas con nuestro Padre Dios no sólo para hablarle, sino para escucharle en nuestro corazón y que sus proyectos se realicen en nosotros.