13ª semana del tiempo ordinario. Lunes: Mt 8, 18-22

La escena que hoy nos trae el evangelio está enmarcada en un tiempo de entusiasmo apostólico en la vida de Jesús. Había realizado varias curaciones milagrosas, y las multitudes le siguen deseosas de escuchar su palabra.

Jesús, que no busca los aplausos humanos, decide ir a otra zona para predicar el Evangelio. Muchos le seguían, no sólo por el placer de escucharle, sino atraídos por su vida, para convivir con él. Se nombraban como discípulos de Jesús.

En ese ambiente de euforia espiritual se acerca a Jesús un escriba porque quiere ser su discípulo. Un escriba se entiende que es una persona iniciada ya en los asuntos religiosos. Y le dice: “Maestro, te seguiré a donde vayas”.

Hubiera podido servir esta proposición para poner muy contento a Jesús; pero Jesús sabe que son entusiasmos del momento y le presenta las dificultades para ser discípulo suyo. Él y los suyos viven de limosna y muchas veces no tienen ni un techo bajo el que puedan dormir. El evangelista no dice la conclusión del pasaje, pero parece que aquel escriba se retiró.

Así pasa en todos los tiempos. Hay momentos de euforia espiritual y hay personas que por una situación accidental desean “entregarse” al Señor, viviendo quizá dentro de una congregación religiosa o haciendo unas prácticas extraordinarias de religión. Puede ser que sea una verdadera vocación, pero puede ser también un entusiasmo pasajero. A veces somos demasiado crédulos ante estos entusiasmos pasajeros. La grandeza de la religión no consiste en el número, sino en la verdadera “entrega”.

Por eso es necesario el conveniente discernimiento. Todas las congregaciones tienen el suyo, preparación, noviciado, etc. hasta ver, lo mejor posible, que hay una verdadera vocación, llamada y respuesta fiel.

El evangelio de hoy nos trae otro caso de vocación diferente. Ahora parece que ha sido Jesús quien ha llamado, como lo narra san Lucas, pero el discípulo no parece muy convencido y pone trabas para retrasar la respuesta. Se trata de quienes no se entregan al amor de Jesucristo por estar apegados a cosas materiales.

Aquel discípulo del evangelio le propone una dificultad que parece muy inocente, pero que Jesús no la admite. Le dice que le va a seguir, pero primero tiene que enterrar a su padre. A muchos de nosotros nos parece algo muy legítimo, el enterrar a su padre; pero entre los orientales era una manera de hablar diciendo que cuando muera su padre (quizá pasen muchos años), entonces le seguirá.

Encierra una excusa como que es necesario para su familia, pero Jesús sabe que indica un apego, por medio de la familia, a las cosas materiales. Ya san Mateo había escrito la proclamación de Jesús en el “sermón de la montaña” para los que querían ser discípulos suyos: “Bienaventurados los pobres de espíritu”. Indica una actitud de desapego de las cosas materiales para poder estar en las manos de Dios, donde seremos felices.

No quiere decir Jesús que descuidemos la familia, sobre todo a los padres, si son mayores y a quienes hay que atender, sino que estemos dispuestos a vivir desprendidos de los bienes que la familia puede aportarnos.

La frase “deja que los muertos entierren a sus muertos”, puede tener varias significaciones; pero dicha a un escriba, que entendía de la religión judía, era como hablarle de la novedad del Reino. Vivir cristianamente es algo muy diferente de lo que aquel escriba había aprendido sobre normas externas de religión.

Se trata de vivir una nueva vida, Se trata de la novedad del Reino, que es radical. El discípulo de Jesús tiene que darse cuenta de la radicalidad del Evangelio. Esta nueva vida es sobre todo vida de amor. Hay que dar muerte a la vida de pecado para vivir la vida de Cristo resucitado.