13ª semana del tiempo ordinario. Martes: Mt 8, 23-27

En la Sagrada Escritura encontramos muchas historias, parábolas, y aun libros enteros que están escritos en sentido plenamente simbólico. No es el caso de los evangelios que tratan de narrar la vida de Jesús, aunque en forma de catequesis propia para la comunidad a la que se destina. Como había mucha tendencia hacia el simbolismo, en alguna de las narraciones de la vida de Jesús se mezcla la historia con algo de símbolo sobre lo que sucedía en la primitiva comunidad cristiana. Esto es lo que parece que sucede con el texto de hoy donde se acentúan algo aspectos que tenía o padecía la comunidad, como eran dificultades venidas de fuera y de dentro, y por ello se les estimulaba a los cristianos a clamar a Cristo que siempre está con ellos.

Dice el evangelio que Jesús se subió a una barca y le siguieron sus discípulos. Aquí este “seguir” no es tanto un gesto externo, pues en la barca ya habría algunos, cuanto un hecho vital de seguir a Jesús con su vida. Acababa de llamar a algunos hombres para que le siguieran, pero se negaron aduciendo ciertas excusas. Los apóstoles sí le seguían. Seguir a Jesús no es sólo ir detrás de El, ni siquiera pensar como él o sentir con El. Seguir a Jesús exige la entrega de todo el ser, librándose de toda atadura. Es saber estar con Jesús en las buenas y en las malas. Es seguir su propia suerte.

Seguir a Jesús no quiere decir que no haya tempestades en la vida: en la de cada uno y en la sociedad. Desde muy antiguo el suceso de hoy, la barca en medio de la tempestad, ha sido simbolizada principalmente de dos maneras: nuestra propia alma que tiene que seguir adelante en el camino de la fe en medio de tentaciones internas y externas, y la Iglesia como institución, que a través de su historia se encuentra con muchas dificultades, unas ocasionadas por los enemigos externos y otras por los mismos miembros de la Iglesia que siguen viviendo el espíritu mundano.

Vino una tempestad grande. De vez en cuando solía venir de repente un viento muy fuerte de las montañas y levantaba grandes olas. La palabra que usa el evangelio es la misma de terremoto, como si en medio del mar temblase la tierra. Pero Jesús dormía. Este hecho nos da a entender que Jesús era humano y estaba fatigado por el mucho trabajo de ese día. También el estar dormido demuestra que se fiaba de sus compañeros expertos en la navegación. El se fiaba de los suyos, pero los suyos no acababan de fiarse de El. En parte sí, porque al verse perdidos le despiertan con grandes voces. Este es un claro simbolismo de la vida. Aunque sepamos que Dios está con nosotros, muchas veces no le sentimos y nos parece que está dormido. Y hay personas que dicen perder la fe (tienen muy poca), cuando ven que Dios guarda silencio ante tantos males del mundo. No se les ocurre gritar a Dios.

Jesús les hace un reproche a los apóstoles, porque su oración no proviene de una gran fe, sino de un gran temor, y les invita a la calma. Hay muchos momentos en el evangelio en que vemos a Jesús dando la calma, quitando los temores. En medio de las dificultades de la vida Jesús quiere que sintamos nuestra pequeñez y debilidad  para luego sentir la fortaleza a su lado. Por eso a veces a los santos les ponía peligros muy grandes para que la fe se engrandeciera. Tenemos que saber gritar a Jesús. Los apóstoles en medio de las aguas no podían salir huyendo: la única solución era la oración. En nuestra vida, y en la vida histórica de la Iglesia, habrá situaciones en que parece que todo se vaya abajo. La única solución será abandonarse en las manos de Dios, confiar en El. Y cuando menos lo pensemos, viene la calma, la paz de espíritu, que es un don del Espíritu Santo, que vive en nosotros. Tenemos también a Jesús en la Eucaristía, que nos espera para alimentarnos en nuestras flaquezas.

Si tenemos temores es porque nuestra fe está mezclada con los intereses materiales. Decía san Pablo: ¿Quién nos separará del amor de Cristo? Nos pueden hasta matar; pero el amor de Cristo perdurará y en El y con El venceremos.