15ª semana del tiempo ordinario. Martes: Mt 11, 20-24

Qué difícil es el poder juzgar a los demás y a veces a nosotros mismos. Cómo vamos a juzgar rectamente si no sabemos las gracias que Dios ha dado a cada uno. Por eso no podemos hacer comparaciones porque una cosa es lo que se ve y otra lo que en realidad ve Dios. De esto nos habla hoy el evangelio. Nuestra actitud debe ser de ofrecimiento a Dios y de agradecimiento por tantos favores que Dios nos da.

Hoy tenemos palabras amenazadoras de Jesús. El evangelista recuerda el estilo de hablar de algunos profetas cuando anunciaban desastres al pueblo por su cerrazón ante los dones de Dios, que merecían una sincera conversión. Se dirige Jesús a tres ciudades, que por una parte eran muy queridas para Él y tenían mucha relación con El; pero por otra parte tenían la falta de correspondencia y el rechazo de gran parte de la población, especialmente de los gobernantes. A Cafarnaún la llamaba Jesús: “mi ciudad”. Allí estaba como el centro de su actividad, Allí tenía casa la familia de Pedro, donde curó a su suegra, y allí había hecho varios milagros. Betsaida era la patria de Pedro y Andrés, como también de Felipe y Natanael. Corozaín también estaba, como las otras dos por aquella zona cercana al lago de Tiberíades. Eran queridas, pero ahora las compara, Betsaida y Corozaín,  a ciudades paganas, preocupadas por el progreso material, como eran Tiro y Sidón. A Cafarnaún, que era la más querida, la compara con la ciudad más famosa por sus vicios y pecados, como era Sodoma.

Jesús se lamenta de que aquellas ciudades, a las que ha repartido tantas gracias, no lo sepan reconocer. Esto pasa muchas veces con los hijos, que no saben reconocer los esfuerzos que sus padres han hecho con ellos. Quizá un recuerdo especial el día de la madre y un poco menos el día del padre; pero sus propios derechos los exigen siempre. Si miramos los dones que hemos recibido de Dios ¿Cuánto deberíamos agradecer? Quizá damos demasiada importancia a un pequeño suceso que nos molesta y no damos importancia a tantas cosas buenas con las que nos cruzamos y convivimos todo el día. Jesús quiere la conversión. Aquellas ciudades eran demasiado nacionalistas y necesitaban convertirse a una sana universalidad.

Recordamos también lo que dijo Jesús: “Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen” (Lc 11, 28). No se trata sólo de escuchar la palabra de Dios, como lo habían hecho muchas veces los de aquellas tres ciudades. Se trata de guardarla en el corazón, como hacía la Virgen María. Pero si el corazón está apartado de los caminos de Dios, lo primero que se debe hacer es enderezar el corazón, convertirse, para que la palabra de Dios tenga verdadera cabida en él. Hay personas que admiten la religión como para beneficiarse en lo material o para pasar buenos ratos; pero no entienden que la religión es sobre todo conversión y cambio interno del corazón.

Nuestra vida no es un juego o un dejar pasar el tiempo. Nuestra vida tiene mucha seriedad, pues seremos juzgados según correspondamos o rechacemos la palabra del Señor. No es para temer, porque Dios es bueno y está dispuesto a perdonarnos, sino para saber que Dios espera algo grande de nuestra vida. Y Dios nos juzgará según las gracias que hayamos recibido. A quien más oportunidades haya tenido, más se le exigirá. Alguno quizá diga: Mejor será recibir pocas gracias para tener menos compromisos. En este caso también tendremos menos méritos. Lo mejor sería tener muchas gracias, pero también corresponder a ellas para tener más méritos. En la práctica cada uno debe contentarse con lo que Dios le ha dado, que suele ser mucho. Hay que saber agradecer por ello, procurar cumplir la voluntad de Dios con sus fuerzas y tendremos el premio destinado por Dios, que también será mucho. Dios no nos pide más de lo que pueden nuestras fuerzas. Si son pequeñas y pequeño es el corazón, pero amamos a Dios con todas esas fuerzas y con todo el corazón, tendremos más premio que quien tiene muchas fuerzas, pero se reserva algunas para su egoísmo.