20ª semana del tiempo ordinario. Viernes: Mt 22, 34-40

San Mateo nos pone en este capítulo diversos enfrentamientos verbales de Jesús con sus adversarios, que eran sobre todo los fariseos y saduceos. Hoy nos presenta a un fariseo que con cierta mala intención le pregunta a Jesús cuál es el principal mandamiento de la ley. Esto se debía a que, además de los diez mandamientos, se habían acumulado diversas normas legales, por lo que entre los fariseos, más o menos entendidos en la Ley, tenían sus discusiones sobre lo que debería ser más importante.

Ellos hacían distinción entre mandamientos más graves y menos graves; pero no había unanimidad en el momento de decir cuáles eran más graves o más importantes. Por eso le hacen la pregunta a Jesús. Pero no se la hacen con el deseo de aprender, sino, como dice el evangelio, como poniéndole una prueba o una trampa, a ver si queda mal ante la gente.

Jesús aprovecha la pregunta para darnos a todos una gran enseñanza. Hoy nos dice que lo más importante es el amor: el amor a Dios, como estaba claramente expresado en el Ant. Testamento y, unido a este mandamiento, otro igualmente importante, que es el amor al prójimo. Y no de cualquier modo, sino como nos queremos a nosotros mismos: desear y hacer siempre el bien.

Dicen que es de gente no inteligente el complicar los problemas. Y así les pasaba a los fariseos que de las leyes más antiguas iban poniendo más y más normas hasta angustiarse con tantas leyes, de modo que les era difícil diferenciar las importantes con otras de poca importancia. Pero es de gente inteligente y sabia el simplificar los problemas. Esto es lo que hace Jesús, pues de todas las leyes, hace una unidad en el amor. Eso sí, hay que amar a Dios “con todo el ser”, es decir, con toda la vida, la inteligencia, las fuerzas materiales y espirituales. Y, juntamente, amar al prójimo.

Este amar a Dios y al prójimo, según el evangelio, tiene algunos problemas. Porque hay que amar a los hombres, pero hay que guardarse del mundo; hay que amar a todos, pero a veces hay que dejar al padre y la madre. A veces el amor a los humanos parece impedir el amor a Dios. Sin embargo en la Sagrada Escritura y en la tradición cristiana nunca se dice que haya que desinteresarse del hombre bajo el pretexto de amar únicamente a Dios. La verdadera vida interior no es sólo encontrarse con Dios y hablar con El, sino interesarse por los problemas humanos, por los seres humanos a quienes Dios ha creado y desea salvar. En religiones o sabidurías orientales en que se insiste en la meditación sí aparece el hecho de desentenderse de los problemas humanos. En la Iglesia no todos tenemos la misma vocación o los mismos modos de acercarnos a Dios. Para unos tiene gran relieve la vida de oración o contemplación; otros prefieren más la acción. Pero aun en la vida de mayor contemplación, el creyente nunca puede desentenderse de los problemas humanos y con ese amor con que muestra su unión con Dios, pide y se preocupa por los seres humanos.

Lo nuevo en Jesús es la unión que pone entre los dos mandamientos: querer amar a Dios sin amar al prójimo es como una trampa; pero querer amar al ser humano sin amar a Dios, es empequeñecer todo amor. Jesús nos enseña que el amor es el espíritu de toda ley. De poco o nada sirve cumplir los actos, si se falta a lo principal, que es el espíritu de esos actos.

En el amor están concentrados todos los mandamientos. Porque quien ama no molesta, no miente, no tiene envidia, Y así podemos repasar todos los mandamientos.

Amar no significa sólo lo negativo, sino que es un mandamiento positivo: hacer el bien y rezar por los enemigos. El modelo es el mismo Jesús: paciente, perdonando, haciendo el bien hasta la muerte. Si amamos de veras a Dios, debemos querer lo que El quiere, la salvación de todos. Por eso amar a Dios es preocuparnos para que todos puedan conocerle y acercarse con amor a El.