22ª semana del tiempo ordinario. Viernes: Lc 5, 33-39

  En los tiempos de Jesús, cuando algún maestro de la ley o profeta reunía algunos discípulos, además de adoctrinarles, les imponían una serie de ayunos y prácticas religiosas más o menos austeras. Así lo hacía san Juan Bautista. Y así lo hacían los principales fariseos. Por eso se extrañan al ver que los discípulos de Jesús, impulsados por una manera de ver lo espiritual de modo diverso, actuaban sin esta actitud penitencial, sin observar las prácticas que consideraban tradicionales.

   Jesús sale en defensa de sus discípulos y justifica su actitud por el argumento de que está presente el esposo. Esto tenía más importancia de lo que parece a primera vista. Resulta que los discípulos de Juan el Bautista ayunaban como una actitud de espera y petición al Señor, para que viniera el Mesías. Jesús dice que eso ya no es necesario, puesto que ya está el “esposo”. Presenta la venida del Mesías, no como una incitación a estar fortalecidos para una batalla, sino una participación en algo tan hermoso y alegre como es un matrimonio.

En el Antiguo Testamento, al hablar de la espera del Mesías, se expresaba por tiempo de ayuno y abstinencia de vino. Esperar al Mesías era esperar tiempos de consolación y alegría. Jesús dice que han llegado ya estos tiempos mesiánicos, que son tiempos de alegría.  

  Por lo tanto ya no es momento de “ayuno” o angustia, sino de celebración y fiesta. Pronto llegará un breve tiempo de pena y dolor por la muerte de Jesús; pero volverá la fiesta por medio de su resurrección. No se trata de que Jesús vaya contra la práctica del ayuno. Él mismo ayunó por cuarenta días antes de su predicación, ni quitó las prácticas antiguas. Jesús nos habla de la nueva motivación, que poco tiene que ver con los motivos de los ayunos anteriores.

Jesús nos habla de una nueva motivación, un nuevo espíritu, sobre todo en las relaciones para con Dios. Ya no va a ser el espíritu del temor el que inspire el practicar un ayuno o cualquier otra práctica religiosa, sino el espíritu del amor. Y por amor, y para acrecentarle, muchas veces convendrá tener ayunos y otras prácticas; pero ahora todo estará envuelto en paz y alegría, porque Jesús sigue estando vivo y resucitado entre nosotros. Especialmente en la Eucaristía.

Esta es una nueva vida. Por eso pone dos pequeñas parábolas para especificarlo. La nueva vida significa que no sirve el tomar la religión de los fariseos y hacer componendas. Como no se puede ni debe dañar un vestido nuevo para arreglar el viejo. Se estropean los dos. Y lo mismo pasa con el vino nuevo y el añejo.

 Más que insistir en los ayunos, Jesús insiste en la caridad y la humildad, en el servicio por amor. Este amor debe engendrar alegría. Y ello porque tenemos a Dios como Padre y podemos vivir en una unión plena con Jesucristo. La religión es, por lo tanto, una fiesta. Es como un banquete alegre.

Por lo tanto en esta visión nueva del trato familiar con Dios y servicio a los demás no encajan las ideas de los fariseos. Por medio del vestido nuevo y viejo Jesús nos manifiesta la incompatibilidad de dos motivaciones muy diferentes. Hoy lo podemos ver para quien vive en medio de la mentalidad mundana. Si quiere ser persona religiosa, con trato íntimo para con Dios, no vale hacer una componenda, sino que es comenzar a vivir con otra mentalidad y motivación. Un buen convertido es quien comienza a vivir una “nueva vida”.

No se trata de saber más o menos sobre asuntos religiosos. Se trata de cambiar de estilo de vida. Por eso dice Jesús que se necesitan odres nuevos o vestido nuevo.

Para los discípulos de Jesús lo importante era saber si ha llegado o no el Mesías. Si ha llegado, la vida tiene otro sentido. Es el sentido festivo, porque Dios ha venido a vivir entre nosotros y para nosotros.