Domingo 22 del
Tiempo Ordinario (B)
PRIMERA LECTURA
No añadáis nada a lo que os
mando.... así cumpliréis los preceptos del Señor
Lectura
del libro del Deuteronomio 4,1-2.6-8
Moisés habló al pueblo, diciendo: - «Ahora,
Israel, escucha los mandatos y decretos que yo os mando cumplir. Así viviréis y
entraréis a tomar posesión de la tierra que el Señor, Dios de vuestros padres,
os va a dar. No añadáis nada a lo que os mando ni suprimáis nada; así
cumpliréis los preceptos del Señor, vuestro Dios, que yo os mando hoy. Ponedlos
por obra, que ellos son vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a los ojos de
los pueblos que, cuando tengan noticia de todos ellos, dirán: “Cierto que esta
gran nación es un pueblo sabio e inteligente.” Y, en efecto, ¿hay alguna nación
tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor Dios de
nosotros, siempre que lo invocamos? Y, ¿cuál es la gran nación, cuyos mandatos
y decretos sean tan justos como toda esta ley que hoy os doy?»
Sal 14, 2-3a. 3bc-4ab. 5 R Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?
SEGUNDA LECTURA
Llevad a la práctica la
palabra
Lectura
de la carta del apóstol Santiago 1, 17-18.21b-22.27
Mis queridos hermanos: Todo beneficio y todo don
perfecto viene de arriba, del Padre de los astros, en el cual no hay fases ni
períodos de sombra. Por propia iniciativa, con la palabra de la verdad, nos
engendró, para que seamos como la primicia de sus criaturas. Aceptad dócilmente
la palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaros. Llevadla a la práctica
y no os limitéis a escucharla, engañándoos a vosotros mismos. La religión pura
e intachable a los ojos de Dios Padre es ésta: visitar huérfanos y viudas en
sus tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo.
EVANGELIO
Dejáis a un lado
el mandamiento de Dios, para aferraros a la tradición de los hombres
Lectura
del santo evangelio según san Marcos 7, 1-8. 14-15. 21-23
En aquel tiempo, se acercó a Jesús un grupo de
fariseos con algunos escribas de Jerusalén, y vieron que algunos discípulos
comían con manos impuras, es decir, sin lavarse las manos. (Los fariseos, como
los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos restregando bien,
aferrándose a la tradición de sus mayores, y, al volver de la plaza, no comen
sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos,
jarras y ollas.) Según eso, los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: -
«¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de
los mayores?» El les contestó: - «Bien profetizó Isaías de vosotros,
hipócritas, como está escrito: “Este pueblo me honra
con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está
vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos.” Dejáis a un lado
el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres.» Entonces
llamó de nuevo a la gente y les dijo: - «Escuchad y entended todos: Nada que
entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que
hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los
malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias,
injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad.
Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro.»
Lo que mancha y lo que limpia
Existe
un fuerte contraste entre, por un lado, el mandato de Moisés de no añadir ni
quitar nada a la ley y, por el otro, los reproches de los fariseos a los
discípulos de Jesús en nombre no de la ley mosaica, sino precisamente de una
añadidura espuria a la misma, “la tradición de los mayores”. Sin embargo, cuando
se lee la ley de Moisés en los libros del Pentateuco se entienden las
añadiduras que la historia ha ido haciendo: las normas mosaicas, tanto las
referidas a la pureza ritual como a muchas otras cuestiones, no son tan
detalladas como para dar respuesta a todas las situaciones que la vida plantea
en la práctica. En esta como en
cualquier ley es inevitable que se produzcan situaciones dudosas, que la ley no
reglamenta con claridad y que requieren interpretaciones, correcciones o
añadiduras. Es así, probablemente, como se generan las “tradiciones de los
mayores”. El problema es que esto puede llevar, y lleva con frecuencia, a un
cumplimiento mecánico de normas puramente externas que acaban apartando del
espíritu original con el que nació la ley. La ley de Moisés, que trata de institucionalizar
el acontecimiento salvífico de la liberación de Egipto y expresa la alianza de
Dios con su pueblo, para que aquella salvación se prolongue en la historia,
acabó convirtiéndose en un complejo y asfixiante entramado de normas, imposible
de cumplir para la gente sencilla e iletrada, y que servía más para condenar
que para salvar.
¿Cómo
entender entonces la exigencia de Moisés de no añadir ni quitar nada, si
resulta que esto es un imposible? Probablemente hay que entenderla de manera
más cualitativa que cuantitativa, como la fidelidad a una ley que no se reduce
a una reglamentación externa, sino que es expresión de una Palabra creadora y
salvadora. Cumplir no es ejecutar externa, mecánicamente, sino “cumplimentar”, llenar,
dar plenitud. Y esto, como sabemos, se realiza en Jesucristo, que no ha venido
a abolir la ley, sino a llevarla a perfección (cf. Mt 5, 17). La ley de Moisés
es realmente incomprensible y en la práctica se convierte en opresiva sin esta
relación con la Palabra viva de Dios. Ya los profetas tuvieron que recordarlo
continuamente. Y esa misma Palabra se ha encarnado en Jesús y se ha
perfeccionado en la ley del amor. Es posible cumplir y perfeccionar la ley
escuchando, acogiendo y poniendo en práctica esta Palabra cercana, dialogante,
comprensible.
Es
lo que nos recuerda de manera vívida Santiago en la segunda lectura. La palabra
que salva da vida, nos engendra. Y lo hace desde dentro, pues, como semilla, ha
sido plantada en nosotros. Por eso, no debemos sólo escucharla como si fuera una
voz externa y extraña, sino que debemos darle cabida en nosotros, dejar que nos
purifique interiormente y permitir que, desde dentro, guíe nuestras acciones y
nuestra vida. Eso significa ponerla en práctica. Y la puesta en práctica se
traduce necesariamente en obras de amor y misericordia con los necesitados en
sus tribulaciones.
Así
pues, aunque resulte inevitable que “los mayores”, esto es, la experiencia
histórica y los nuevos problemas que van surgiendo en ella, hagan sus
añadiduras y formen sus tradiciones, su validez dependerá de si sirven a la
Palabra, a la vida que esa Palabra engendra, a un mejor cumplimiento y puesta
en práctica de la misma; o si, por el contrario, se convierten en esquemas
rígidos de comportamiento que coartan la libertad y la apertura creativa a la
novedad de la historia, y sirven sobre todo para condenar a los que no se
atienen a ellas. En una palabra, el criterio de discernimiento de las distintas
tradiciones es la misericordia.
Las
críticas de los fariseos a los discípulos de Jesús se centran en esta ocasión
en la cuestión de la pureza ritual, que se había convertido para ellos en algo
obsesivo, pero entendido en su sentido más externo y superficial. Poco que ver
con lo nos recuerda Santiago en relación con la acogida y el cumplimiento de la
Palabra: aquí “no mancharse las manos con este mundo” no significa contravenir
elementales medidas de higiene, sino evitar que los criterios de este mundo
impidan los frutos de misericordia de la semilla de la Palabra plantada en
nuestro interior. Jesús aprovecha la ocasión para recordar el origen y la
fuente de la impureza religiosa: no las cosas de este mundo, creadas por Dios y
en sí buenas, no el polvo de la tierra ni determinados alimentos, sino las
intenciones torcidas del corazón humano. El origen del mal y la impureza hay
que buscarlo en la propia voluntad, en las motivaciones egoístas y
desordenadas. Y Jesús ha venido para sanarnos por dentro, de manera que podamos
actuar hacia fuera de un modo acorde a la voluntad de Dios, que es una voluntad
de vida, de amor, de perdón y misericordia.
Los
cristianos tenemos conciencia de que nuestra fe conlleva ciertas obligaciones y
de que “tenemos que cumplir con ellas”. A veces, algunos ven en esto una
actitud farisaica que se queda en el mero cumplimiento externo, y reaccionan
diciendo, por ejemplo, que “lo importante no es ir a misa sino ser buena
persona y ayudar a los demás”. Aunque podemos entender estas reacciones,
tenemos que tener cuidado con su unilateralidad. En primer lugar, porque ir a
misa y actuar con bondad no son cosas incompatibles: no sólo porque, cosa
obvia, se puede “ir a misa y ser buena persona”, sino porque participamos de la
Eucaristía precisamente para, en unión con Cristo, hacernos mejores personas.
Y, en segundo lugar, porque en esta crítica se cae en el fondo en lo mismo que
se critica: se reduce el “ir a misa” (u otras prácticas cristianas) a una mera
formalidad externa, descuidando su verdadero sentido. Para actuar de acuerdo al
espíritu cristiano hay que estar en comunión con Cristo; y esa comunión se
realiza de manera privilegiada en el memorial de su Pasión que él mismo nos
mandó realizar; es posible vivir como Cristo vivió si escuchamos su Palabra y
comemos el pan y el vino que son su cuerpo y su sangre. Es decir, si “ir a misa”
se reduce a una formalidad que “cumplimos”, sin dejar que su significado
penetre en nosotros, que nos hace sentirnos justificados y que, además, nos
lleva a juzgar y condenar a los demás, a los que no cumplen, entonces sí,
entonces estamos reduciendo el gran don de la Eucaristía a una “tradición de
nuestros mayores”. Pero si, por el contrario, a pesar del aburrimiento o la
pereza que a veces nos embarga, tratamos de hacer de la Eucaristía un encuentro
vivo con la Palabra y la persona de Cristo, entonces estaremos purificando
nuestro interior de las maldades que hacen impuro al hombre, y abriendo nuestro
corazón a las buenas obras del amor en las que consiste la religión pura e
intachable.