24ª semana del tiempo ordinario. Domingo B: Mc 8, 27-35

Hoy se nos plantea un tema muy serio en la vida como es el dolor y sufrimiento. Hay personas que creen que la Iglesia, en su doctrina, es algo así como masoquista o que enseña que hay que buscar el dolor y que no se debe gozar en la vida... En realidad el dolor, como la muerte, sigue siendo una especie de misterio; pero tiene que tener un sentido. Por algo llamó Jesús “dichosos” a los que sufren. Lo cierto es que el dolor aquí no es un castigo divino ni el remedio es la sola resignación. Aunque sea difícil entenderlo, lo cierto es que Dios, para salvarnos, ha escogido compartir nuestro dolor. Darle sentido es comprender que Jesús, Dios hecho hombre, entre muchas posibilidades, nos ha salvado con el dolor. Pero lo mismo que Jesús resucitó, también es una promesa para nosotros. Por eso debemos vivir en una confianza continua en la presencia de Dios que nos acompaña. Esta es nuestra fe, que nos une con Dios-

La escena que hoy nos trae el evangelio sucede en Cesarea de Filipo. Esta ciudad parece que se había llamado Paneas; pero el tetrarca Filipo la nombró Cesarea en honor al César Augusto. Primero les pregunta Jesús a los apóstoles quién dice la gente que es El. No se trata de saber lo que dicen los muy amigos o los enemigos, sino los indiferentes. Estos suelen decir que es Juan Bautista resucitado o algún profeta. Hoy también hay muchas opiniones sobre Jesús, algunas muy distanciadas porque sigue teniendo muy buenos amigos y sigue teniendo enemigos que le odian. Pero lo que le interesaba más a Jesús era la opinión de sus mismos discípulos. Es san Pedro quien primero dice: “Eres el Mesías”. ¿Qué entendería san Pedro entonces por “Mesías”?

Ya Jesús había hablado de servicio, ya les había dicho las bienaventuranzas, que primeramente se aplicaban a su propia vida y actuación, ya había prohibido a los endemoniados que proclamasen que era “Hijo de Dios”; Pero era difícil entender la mentalidad de Jesús, cuando tenían bien metida la idea de un mesías triunfador, que con su poder les llevase a los israelitas a ser los dueños del mundo.

Jesús va a explicarles lo que El entiende por Mesías, siguiendo lo que ya había dicho el profeta Isaías sobre el “Siervo de Yahvé”, un siervo sufriente. Lo primero que les encarga es que no digan a nadie que El es el Mesías. ¡Menudo lío se hubiera armado! Pues toda la gente le hubiera aclamado por su rey. Es lo que pasó después de la multiplicación de panes y peces. Jesús tuvo que esconderse. Así que acepta que El es el Mesías. Pero a continuación les explica que El, siendo el Mesías, debe padecer e ir a la muerte. Y esas palabras denotan un sentido de cercanía a esos sucesos.

Claro que después, y pronto, vendría la resurrección. Esto lo entendían menos. San Pedro, que todavía no era santo, sino muy apegado a sus ideas triunfalistas, le lleva un poco aparte, porque comprende que le tiene que decir algo serio al maestro: “Esto no puede ser”. Para Jesús era una nueva tentación de triunfalismo. Podemos decir que las antiguas tentaciones del desierto en varias ocasiones vuelven a suscitarse. Y una fuerte es en este momento. Por eso Pedro está haciendo las veces de Satanás. Y así se lo dice Jesús. Más bien parece como un grito para vencer la tentación. Pedro había presentado, como nosotros a veces queremos, un mesianismo o una religión sin sufrimiento. San Pablo nos dirá que “sin efusión de sangre no hay redención”. Una religión sin sufrimiento quiere decir también con intereses personales y egoístas o sin compromisos hacia el bien de los demás, sólo con intereses materiales o terrenos.

Y comienza a explicar Jesús que el desprendimiento terreno no es sólo para el Mesías, sino para todo el que quiera ser discípulo suyo. Y dice esas frases desconcertantes: “Quien pierde su vida la salvará”. Para algunos salvar su vida es no meterse en líos o problemas por el bien de los demás. Piensan que está perdiendo su vida. Por encima de la vida que se ve, hay otra vida que se gana con seguir a Jesús en medio de las cruces de cada día, pero cumpliendo cada uno con su propio deber.