24ª semana del tiempo ordinario. Jueves: Lc 7, 36-50

En tres ocasiones nos cuenta san Lucas que Jesús fue invitado por algún fariseo a comer a su casa. Para el fariseo era un orgullo tener en su casa a aquel “maestro de la ley” (así tenían a Jesús) que hacía admirar a tantas personas que le seguían. Aquel fariseo quizá quería saber algo más de lo que enseñaba Jesús o no era tan estricto como otros. Para Jesús era una ocasión de exponer con claridad parte de su doctrina.

Hoy se pone, como en una contraposición, la postura de aquel fariseo que quiere quedar bien con sus compañeros con la de aquella pecadora que pretende quedar bien con Jesús. El fariseo, que quiere congraciarse con sus compañeros, no tiene las atenciones de amistad y cortesía que debiera tener con un invitado como Jesús. Ante las murmuraciones del fariseo, Jesús se lo hará ver, contraponiendo esta falta a las atenciones de aquella mujer que es pecadora, pero ya arrepentida y perdonada.

Aquella mujer era una pecadora, aunque no sabemos cuál fuese su vida. Para los fariseos era pecadora una mujer hasta por ser la esposa de un publicano. Pero parece ser que sí tenía bastantes pecados por lo que luego dice Jesús. Es posible que ya antes podía haber sido perdonada por Jesús, y ahora muestra su agradecimiento. El hecho es que ella se parece más al hijo pródigo, mientras que el fariseo se parece más al hermano mayor, que al final queda mal.

Este fariseo, y con él sus compañeros, aunque no dice nada externamente, por dentro está pensando mal de Jesús, porque piensa que si fuese un profeta sabría que aquella mujer era una pecadora y no se dejaría tocar. Los fariseos tenían mucho cuidado con no caer en impurezas legales. Y así creían que si tocaban a una persona impura, como lo era una pecadora conocida como tal, caían ellos mismos en impureza. No se dan cuenta que la verdadera impureza es el odio y la envidia en el corazón y toda falta de amor. No saben que cada uno vale lo que vale su amor. Aquel fariseo se miraba a sí  y no veía los dones de Dios, y por no querer ver el perdón de Dios, tampoco amaba a Dios. Sin embargo la pecadora ha sentido que ha recibido mucho de Dios, porque ha recibido mucho perdón, y por eso ama mucho.

En aquellas comidas se permitía entrar para hablar con algún comensal, y aquella pecadora lo aprovecha para demostrar su arrepentimiento ungiendo los pies de Jesús y llorar sobre esos pies que limpia con sus cabellos. Es un gesto de verdadera religión, que no entienden los fariseos acostumbrados a otros gestos exteriores, quizá sin sentimientos interiores. De hecho nuestros pecados pueden ser un paso hacia el encuentro con Dios, si luego ponemos mucho amor.

El hecho de perdonar el pecado no significa que Dios apruebe el mal del pecado; sino que una vez hecho, puede surgir un gran bien por el arrepentimiento. A Dios no le interesa tanto lo que hemos sido, sino lo que podemos llegar a ser. Tampoco nosotros podemos aprobar el mal que se hace; pero, a ejemplo de Jesús, debemos tener la actitud de respeto y acogida al que ha pecado. Jesús nos enseña a ver la parte buena de las personas. No se puede juzgar a la ligera, como lo hizo aquel fariseo con aquella mujer. Muchas veces las apariencias engañan y muchas veces un juicio severo nos lleva a la muerte, mientras que el perdón lleva a la vida.

Jesús hace ver al fariseo que no tenía razón en sus pensamientos hacia aquella mujer por medio de la parábola del acreedor. En la vida no suele ser frecuente que un acreedor perdone de esa manera; pero Dios sí perdona. Y perdona más cuanto hay más amor. Es la bondad y misericordia que recoge el sufrimiento y lo convierte en paz del alma y alegría. Hay personas que les cuesta tener este ascenso hacia Dios desde el fondo de su sufrimiento y pecado. Nosotros podemos ser portadores de la misericordia de Dios y hacer que una persona postrada espiritualmente se rehabilite y pueda entrar en el círculo del amor benéfico de Dios.