25ª semana del tiempo ordinario. Martes: Lc 8, 19-21

Hoy nos narra el evangelio el momento en que María, la madre de Jesús, y algunos familiares cercanos, llegan donde está hablando Jesús, pero no pueden acercarse porque hay mucha gente. Como este suceso lo narran también Mateo y Marcos tenemos más datos para explicarlo. Jesús estaba en una casa y estaba llena de gente. Por eso no podían entrar. San Lucas, que es el evangelista de la misericordia, quizá por deferencia con María, no nos dice la razón de la visita; pero san Marcos, que sabía muchos detalles por las explicaciones de san Pedro, en cuya casa seguramente estaba Jesús, nos cuenta que unos días antes habían estado unos familiares con Jesús queriendo llevárselo al pueblo, porque pensaban que estaba loco al no tener ni tiempo para comer. Es posible que Jesús les diría que tenía que hacer la voluntad de su Padre del cielo. El hecho es que volvieron con la Madre de Jesús para ver si le convencía de que se fuese a descansar a su pueblo. En verdad María no sabía todo y sólo quería ver a su hijo. Los que estaban junto a la puerta le dijeron a Jesús que le querían ver.

En ese momento Jesús aprovecha esta circunstancia para darnos una hermosa y gran enseñanza de que todos nosotros, si tenemos interés en escuchar la palabra de Dios y la ponemos en práctica, somos como de la familia de Jesús. No se trataba entonces de rechazar a su madre o de rebajarla. Todos los comentaristas han visto un gran elogio y alabanza para su madre. Jesús distingue la familia de la carne y la familia por el espíritu. María era su madre por la carne, pero era la persona más unida por el espíritu, y esto era más importante. Nadie como ella ha escuchado la palabra de Dios con un corazón tan abierto y acogedor hasta guardarla dentro de su corazón, como dice varias veces el evangelio. Y, si la guardaba, era para hacerla patente con las buenas obras. Especialmente recordamos la aceptación de la palabra de Dios, cuando en el momento de la Anunciación exclama: “Hágase en mi según tu palabra”.

Para nosotros la frase hoy de Jesús es muy esperanzadora, porque aunque no le vimos en el sentido material ni somos de su tiempo, con toda razón le podemos llamar hermano nuestro en este caminar hacia nuestro Padre Dios. Jesús nos quiere decir que la unión con Él no va a consistir en actos y ritos especiales, en entregarle algo de nuestro exterior, sino en la entrega de nuestros sentidos interiores: la inteligencia y el corazón. Jesús quiere formar una comunidad que sea una verdadera familia unida por la palabra de Dios aceptada y cumplida. Por eso Jesús, que era Dios, nos enseña a hablar con Dios Padre, llamándole “Padre” y pidiendo que se cumpla su voluntad.

Nos dice Jesús que para pertenecer a su familia hay que escuchar la palabra de Dios y ponerla en práctica. Por aquel tiempo había explicado la parábola del sembrador en que se habla de acoger la palabra de Dios. Para eso hay que preparar la tierra, que es el corazón. Pero no basta con oír la palabra, sino acogerla, que significa estar dispuestos a hacer la voluntad de Dios. Hay muchos que en sus oraciones quieren a toda costa que Dios haga nuestra voluntad; pero lo que se trata es de hacer la voluntad de Dios, porque es lo mejor para nosotros. Así entramos en la dinámica de la familia. Ante Dios somos como niños pequeños. Él sabe mucho mejor lo que nos conviene y lo que nos hará eternamente felices. Por eso la actitud que Jesús nos indica de poner en práctica la palabra de Dios, comienza por arrojarnos en sus brazos con confianza.

Jesús era el hijo bueno que, habiendo estado sujeto a José y María, desde la cruz se preocupó de su madre y se la confió a san Juan. Ahora no va a postergarla (la recibiría enseguida sin duda); pero nos dice que los lazos de la gracia son más potentes que los lazos de la sangre. Los lazos familiares son muy importantes, pero no son absolutos. Por eso no trata de rehusar a su familia, sino de ampliarla. Hoy nosotros nos debemos sentir felices en llamar a Dios como Padre y a Jesús como nuestro querido hermano. Y escuchemos la palabra de Dios, como una palabra familiar.