26ª semana del tiempo ordinario. Sábado: Lc 10, 17-24

Hoy nos habla el evangelio de la vuelta de los 72 discípulos, a quienes había enviado Jesús a predicar. Parece ser que eran hombres sencillos que seguían a Jesús y habían tenido esta experiencia de encontrarse a gusto con la fe de Jesús. Más que predicar dogmas, serían testigos de esta experiencia de fe.

Y precisamente por ser hombres de fe y confiados en Jesús, habían vuelto llenos de alegría porque, al pronunciar el nombre de Jesús, notan que hasta los demonios se les someten. Jesús acepta esa alegría y les dice que Él había sido testigo de esta victoria sobre el enemigo malo. Y les promete que, si siguen en esta línea de la fe y la confianza en el nombre de Jesús, les dará más poderes.

Y ahora les dice algo que nos interesa mucho a todos. Les dice que de poco o nada les aprovechará tener triunfos apostólicos, y menos tener otros honores, si sus nombres no están inscritos en el cielo. Es lo mismo que otras veces había dicho: ¿De qué nos aprovecha ganar todo el mundo si perdemos el alma? Y en el ganar todo el mundo entra también el tener éxitos apostólicos, si no ha habido amor. Es decir, de nada nos sirve si ese “apostolado” nos ha servido para aumentar la vanagloria y la estima o el amor propio.

En este momento Jesús se siente lleno de gozo y alaba a Dios Padre porque estas cosas, especialmente el reconocimiento del amor de Dios, lo conocen no los sabios según el mundo, sino los sencillos de corazón. Aquí, en san Lucas, está unida la alegría de los 72 discípulos, al volver de su misión, y la alegría de Jesús al constatar que la palabra de Dios es acogida por los sencillos.

De aquí que digamos que Jesús se alegra porque aquellos primeros predicadores de su fe son hombres sencillos, sin deseos de laureles materiales y que han logrado arrojar al demonio, porque se fían en Jesús. He ahí una lección que Jesús nos quiere enseñar hoy: Que para predicar la fe, más que mucha ciencia, que también debe ser necesaria, según la capacidad de cada uno, es necesaria una unión lo más perfecta posible con Jesús y, mediante Él, con el Padre.

La unión con Dios nunca podrá ser como la unión entre el Hijo y el Padre. Solamente el Hijo conoce perfectamente al Padre; pero feliz aquel a quien quiere revelárselo. Y claramente nos quiere decir que para revelarnos las profundidades del misterio del amor en Dios, uno debe ser sencillo, que significa desprendido de las cosas materiales para poder confiar plenamente en el Salvador.

Hoy Jesús nos enseña agradecer a Dios. Pero para agradecer de verdad, uno debe experimentar la gracia de Dios. Es decir, que todo lo bueno procede de Dios y debemos reconocer que lo hemos recibido gratuitamente. Claro, el que es orgulloso porque se cree autosuficiente, no podrá reconocer esta gratuidad de los beneficios recibidos de lo alto. Sólo el que es sencillo, “pobre de espíritu”, está preparado para reconocer la bondad de Dios y ponerse en sus manos para cualquier acción humana, mucho más para la acción apostólica.