XXXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B.

Amar a Dios y al prójimo

 

El mandamiento principal de la ley

 

El mandamiento del amor a Dios y al prójimo es el principal de toda ley. Jesús responde de esta manera a la cuestión que se plantea en el evangelio de este domingo. La pregunta por el mandato principal de la ley surge en una discusión entre Jesús y los letrados y en un contexto de enfrentamiento ya decisivo. Cuando Jesús entró en Jerusalén y realizó el signo profético de la purificación del templo puso en evidencia que este centro de la vida religiosa de Israel con su organización social y su culto sacrificial era como un refugio de ladrones y un mercado, y esto provocó la indignación de las autoridades, especialmente de la aristocracia sacerdotal y de los letrados. En este marco de abierta confrontación entre Jesús y el escriba fariseo tuvo lugar el debate abierto acerca del mandamiento fundamental (Mc 12,28-34).

 

Los mandamientos, referencia fundamental de la voluntad de Dios

 

La importancia de las diez palabras o mandamientos de la ley de Dios (Éx 20, 1-17) según la valoración de Jesús quedó resaltada en la escena del rico que no quiso seguirlo a pesar de ser un buen cumplidor de la ley (Mc 10,17-22). Todos aquellos mandatos son la referencia fundamental de la voluntad de Dios y siguen teniendo su vigencia a lo largo de toda la historia humana. Por ello conviene entenderlos en el marco social y religioso en que surgieron y se desarrollaron. Aquellos mandamientos nacen del recuerdo doloroso de la esclavitud en Egipto y del propósito de tener unas normas de convivencia que permitan construir una sociedad distinta a la de cualquier Egipto, es decir, con Dios y sin faraón, con libertad y sin esclavitud, con igualdad y sin desigualdades, con vida y sin muertes, y hoy también diremos con respeto a todos los derechos humanos, individuales, sociales, políticos y económicos. Es la sociedad que quiere Dios para todos sus hijos.

 

Los mandamientos de amor a Dios

 

Así, los mandamientos de la ley de Dios se dividen en dos partes, los tres primeros hablan de la relación con Dios, los siete restantes sobre las relaciones entre las personas y la comunidad. La fe en el único Dios vivo implica el reconocimiento de que éste es el único salvador y la exclusión de otros dioses e imágenes, a quienes se podría manipular o utilizar. Pronunciar el nombre de Dios en vano es no dar testimonio del verdadero Dios, el del amor, la justicia y la fraternidad. Por ello se requiere un día especial de santificación para dedicarlo a Dios mediante el agradecimiento, la escucha de su palabra, la oración, el descanso, la convivencia y la alegría.

 

Los mandamientos del amor al prójimo

 

Los otros siete mandamientos apuntan a la comunidad y al prójimo estableciendo los mínimos de una convivencia justa: el respeto a los padres y a la autoridad de la comunidad; el respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su muerte natural, como el don más preciado de Dios; el respeto a la dignidad de la persona en todas las acciones y relaciones humanas en el ámbito de la sexualidad y la fidelidad en el matrimonio, desde el fundamento de la igualdad entre hombres y mujeres; el respeto a los medios de vida y los bienes del otro en unas relaciones de solidaridad y de justicia; el respeto y la defensa de la verdad en las relaciones humanas; el rechazo a la codicia, a la avaricia y a la envidia, que se basan en el egoísmo y en la acumulación desmedida, injusta e insolidaria. Los valores subyacentes a los diez mandamientos siguen siendo palabras de vida en todas las épocas y sus expresiones normativas siguen siendo reguladoras de la vida social y también de la vida religiosa.

 

La profundización de los mandamientos por parte de Jesús

 

Todos estos mandamientos fueron resumidos por Jesús de manera magistral en la respuesta al letrado (Mc 12,28-34) cuando éste le preguntó por el mandamiento principal y Jesús destacó la soberanía de Dios como único Señor, de la que emana el primer mandamiento de amarlo con todas las fuerzas (Dt 6,4-5) y al cual unió el mandato del amor al «prójimo» (Lv 19,18) que, desde el paralelo lucano del buen samaritano (Lc 10,29-37), se hace extensivo a todo ser humano necesitado. La formulación negativa de los mandamientos, como prohibiciones, a partir del contundente “no matarás”, marca los límites de la conducta individual en las relaciones sociales para indicar los mínimos exigibles a todo ser humano en su comportamiento con sus semejantes. Sin embargo, Jesús recapitula todos los mandamientos profundizando al máximo los valores subyacentes y recogiendo la formulación bíblica más positiva, de modo que el amor al prójimo sea interpretado, a partir de ahora, no sólo ya como “no matar al otro” sino como “dar la vida por el otro”. Esto es exactamente lo que Jesús enseñó y cumplió con su muerte en la cruz. 

 

Cumpliendo los mandamientos no estamos lejos del Reino de Dios

 

Dar prioridad absoluta a estos mandamientos era establecer que el verdadero culto a Dios pasa necesariamente por el amor al prójimo, relativizando la multitud de normas y preceptos en los que, según la interpretación farisea de la ley, se expresaba la voluntad de Dios. Así lo entiende el letrado, que ha comprendido la crítica radical de Jesús al culto del templo y a la mentira enmascarada de los dirigentes religiosos. Entendiendo esto, el letrado no está lejos del Reino de Dios... pero tampoco está dentro del mismo, le falta todavía algo más. ¿Qué le faltaba?

 

Para entrar en el Reino hay que descubrir al Hijo de Dios en el Crucificado

 

De la cuestión abierta por Jesús inmediatamente después acerca de la identidad del Mesías y de su filiación davídica (Mc 12,35) se puede deducir que lo que le faltaba a aquel letrado para entrar en el Reino de Dios era precisamente descubrir que Jesús, el Mesías, era mucho más que un descendiente de David, lo que le faltaba en realidad era descubrir que el crucificado era el Hijo de Dios, tal como hizo el pagano al pie de la cruz, y le faltaba también vivir como discípulo suyo el culto auténtico y actuar según el doble mandamiento fundamental de Jesús. Para ello quien lee el evangelio de Marcos debe llegar hasta su final con el fin de seguir la pasión de Jesús y poder contemplar en su muerte la destrucción del templo, ya definitivamente caduco como mediación religiosa.

 

El cuerpo del crucificado es el nuevo templo de Dios

 

El centurión pagano sí descubre quién es Jesús, el Hijo de Dios, al mirar cómo éste murió en la cruz. A partir de ese momento se puede decir que toda persona atenta a los que sufren y mueren, sobre todo, a las víctimas inocentes, ha entrado ya en el otro templo, el de la nueva Alianza, pues la comunión y el contacto con los cuerpos doloridos nos vinculan directamente a Dios mediante el cuerpo sufriente de su Hijo. Por eso la palabra de la cruz es la potencia del Dios del amor y el cuerpo del crucificado es el nuevo y definitivo templo de Dios en el mundo, al cual pueden acceder todos los seres humanos.

 

La mirada atenta al Crucificado y a los crucificados

 

Así pues, la palabra última, potencia de salvación para todo ser humano, es la palabra de la cruz, que nos debe llevar a la mirada atenta al crucificado Jesús y, con él, a los crucificados y víctimas del mundo presente. El evangelio del Crucificado es el mensaje genuino de Pablo (1 Cor 1,22-25) que concentra la atención en el crucificado como clave paradójica de la existencia cristiana. La Carta a los Hebreos presenta a Jesús como el único Sumo Sacerdote que ofreciéndose a sí mismo en la cruz, de una vez para siempre, permanece para siempre y tiene el sacerdocio que no pasa, por medio del cual puede salvar a todos los que por medio de él se acercan a Dios (cf. Heb 7,23-28). Por tanto, nosotros hemos de mirar hacia Jesús en la cruz y reconocerlo como Hijo de Dios, consagrado y transformado para siempre, con el fin de encontrar la salvación que trasciende la ley y poder entrar en el dinamismo definitivo del Reinado de Dios en nuestras vidas.

 

José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura