IV Domingo de Adviento, Ciclo C

Nuestra Señora de la Prontitud

 

El domingo de la prontitud

 

A este último domingo de adviento se le podría llamar el domingo de la prontitud puesto que el papa Francisco ha llamado con esta advocación a la Virgen: Nuestra Señora de la Prontitud. Efectivamente, en la Evangelii Gaudium, n. 288, dice: María “Es la mujer orante y trabajadora en Nazaret, y también es nuestra Señora de la prontitud, la que sale de su pueblo para auxiliar a los demás «sin demora» (Lc 1,39). Esta dinámica de justicia y ternura, de contemplar y caminar hacia los demás, es lo que hace de ella un modelo eclesial para la evangelización.”

 

El encuentro de la Virgen María con Isabel

 

A las puertas de la Navidad, en la víspera de la Nochebuena, el evangelio de Lucas, en otro relato antológico y exclusivamente suyo, nos ofrece, con las claves de su evangelio, una estampa única para que podamos prepararnos adecuadamente a vivir una navidad cristiana. El encuentro de la Virgen María con su prima Isabel (Lc 1,39-45) presenta a María, modelo de la fe, que encabeza el protagonismo de la mujer en el tercer evangelio. A través de los nombres de los niños que las mujeres llevan en sus vientres se revela la presencia misericordiosa (Juan) y salvífica (Jesús) del Señor en las dos mujeres. Ambas han sido colmadas por el Espíritu Santo, María, al concebir a Jesús, e Isabel, al expresar en oración la doble bendición y la alegría entrañable y desbordante por la presencia del Señor. Y finalmente Isabel proclama la dicha de María en forma de felicitación y de testimonio profético pues asegura el cumplimiento pleno y transformador de la realidad desde el plan de salvación del Señor. Cada uno de esos aspectos es sumamente relevante en la obra de Lucas.

 

Dios salvador presente en María e Isabel

 

Hoy son protagonistas las dos embarazadas. El evangelista Lucas cuenta el encuentro de María, la Virgen, con Isabel, su prima (Lc 1, 39-45), mostrando cómo dos mujeres creyentes comparten y celebran su fe en el Dios de las promesas, en el Dios del amor liberador que es la verdadera esperanza de los pobres de este mundo. Este Dios se ha hecho presente en la vida de ambas mujeres de una forma sorprendente y paradójica, pues las dos están aguardando el nacimiento de sus respectivos hijos, concebidos de forma extraordinaria a los ojos humanos.

 

Nada hay imposible para Dios

 

En su encuentro como madres sus cuerpos de mujer vibran de emociones ante la grandeza de lo que les está pasando. Y es que nada es imposible para Dios. Donde imperaba la esterilidad silenciosa de Isabel se presiente ahora la vitalidad elocuente y profética de Juan, ya desde el seno de su madre. Donde hubo un momento de desconcierto en María por el mensaje del ángel que le anunciaba su maternidad, ahora se irradia la fuerza mesiánica del Señor Jesús, cuyo Espíritu activa los mecanismos de la comunicación humana en su más profunda interioridad. Las entrañas preñadas de las dos mujeres reflejan la fuerza misteriosa y portentosa del Dios de la salvación.

 

La salvación anunciada por el profeta Miqueas

 

La salvación se anuncia ya en la profecía de Miqueas (Miq 5,1-4) con la llegada del Mesías Pastor del pueblo de Dios, que trae consigo la paz y la alegría, porque él mismo es la paz. Su origen es antiguo e inmemorial y su cuna será Belén de Judá. Todo ello apunta hacia el Mesías que se inserta en la estirpe de David, lo cual se verifica en el Nuevo Testamento que presenta a Jesús en ese linaje por vía de José, el esposo de María, que da la paternidad legal al Señor, concebido por obra del Espíritu Santo. Miqueas menciona a la madre que dará a luz un hijo en el cual está puesta la esperanza de un pueblo que será guiado con firmeza y justicia por el Mesías Pastor, nuestra paz. La salvación se realiza por medio de Cristo.

 

“Aquí estoy para hacer tu voluntad”

 

En el texto a los Hebreos (Heb 10,5-10) se hace un comentario a un salmo mesiánico (Sal 39,7-9) para resaltar la importancia de la entrega de la vida de Cristo, cuyo sacrificio personal queda patente en las palabras: “Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad”. De este modo Jesucristo consiguió la santificación de todos. Cuando Cristo entró en el mundo consumó en la cruz la ofrenda total de su cuerpo y obtuvo la paz y la salvación para la humanidad. El comienzo histórico de ese amor consumado es lo que celebramos en Navidad y es el misterio que acuna con su propia vida y su propio cuerpo la Virgen María con su “amén” definitivo a Dios mediante sus palabras también de ofrenda: “Aquí está la esclava del Señor”.

 

El “Amén” de la Virgen María

 

La fe de María, confiando en Dios y en su palabra, posibilitó el nacimiento del Salvador. Para vivir esta realidad el único requisito es la fe activa. La palabra “Amén” podría sintetizar esa actitud de fe, tal como María refleja al decir: “Hágase en mí según tu palabra”. La fe tiene dos componentes esenciales y complementarios: por una parte, la fe significa fiarse, confiar, creer en el otro y en su verdad, y al mismo tiempo, la fe comporta estar firme y permanecer activo en la verdad, saber aguantar y perseverar con fidelidad en las propias convicciones. Esa fe es la que se expresa en la palabra hebrea no traducida: Amén. Por su fe, la Virgen María creyó en la palabra del Señor, se abrió al plan de Dios sobre ella y sobre la historia humana y permaneció siempre fiel a su palabra.

 

La Virgen de la prontitud en la atención

 

Pero antes de que naciera Jesús, su fe se manifiesta como prontitud en el servicio y atención a su prima Isabel. Como María también nosotros los creyentes debemos activar la fe como prontitud y disponibilidad. La prontitud es el amor en marcha, la rapidez y solicitud en el servicio, la energía en el esfuerzo, la premura y la intensidad en la ayuda a los demás. La prontitud es presteza, soltura, agilidad, viveza en hacer el bien y una gran alegría para compartir lo mejor que uno tiene. Esta prontitud es la consecuencia inmediata del Amén de la Virgen a Dios, expresado inmediatamente antes (Lc 1,38) llevando a cumplimiento la voluntad de Dios (Sal 39,7-9).

 

La alegría exultante por la cercanía del Señor

 

Además, en el Evangelio (Lc 1,39-45), la reacción de Isabel ante la cercanía del nacimiento de Jesús destaca su alegría inmensa. La misma alegría que María canta poco después al iniciar el Magnificat es la que Isabel comunica al decir que la criatura “saltó de alegría” en su vientre. Sólo Lucas utiliza y repite un verbo griego (skirtao) que podríamos traducir también como “retozar”. Retozar es brincar de alegría, dar saltos de gozo, es vibrar de emoción. Es sentir y expresar con todo el ser, con todo el cuerpo, desde la intimidad de las entrañas hasta la boca jubilosa, la inefable alegría del ser humano por la presencia misteriosa del Espíritu que transforma toda realidad humana y hace posible un nuevo amanecer para la humanidad.

 

“Dichosa tú que has creído”

 

Los labios de Isabel proclaman dichosa a María y expresan su doble felicitación: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre” y “Dichosa tú que has creído que se cumplirá lo que dice el Señor”. En María y en todos los creyentes esa alegría desbordante, que va desde el interior del espíritu hasta la conmoción entusiasta del organismo humano, no está supeditada meramente a la vivencia de circunstancias favorables y halagüeñas de la vida, sino que es un don de la fe para  afrontar también las dificultades, especialmente las asociadas a una vida de testimonio profético. Por eso con el término “dichosa” la alegría se transforma en un estado permanente, en la Virgen y en todos nosotros. Es la dicha de la fe, la dicha propia de los que sufren algún tipo de tribulación por la causa de Jesús, y experimentan la exclusión, la difamación y el rechazo por ser fieles a los valores del Reino de Dios, tal como proclama el final de las bienaventuranzas lucanas (Cf. Lc 6,23). También en el Magnificat aparece ese mismo estado de alegría en la expresión “dichosa me dirán todas las generaciones” (Lc 1,48).

 

La dicha por la intervención transformadora de Dios

 

Por último, el motivo de la dicha, como en las bienaventuranzas, es Dios y sólo Dios, que siempre cumple sus palabras y sus promesas, pero sólo cuando él tiene a bien hacerlo, en el momento oportuno, en el kairósen el tiempo de la salvación. Y esa intervención divina tiene otra palabra grandiosa del Nuevo Testamento: la teleiosis, es decir, el cumplimiento, la realización de las palabras de Dios en la Virgen María. Dos aspectos de este término merecen nuestra atención hoy: el primero es que lateleiosis es la acción del Espíritu, acción transformadora, perfeccionadora y consumadora de la obra de Dios en la pasión, muerte y Resurrección de Jesús, según desarrolla en términos sacerdotales la Carta a los Hebreos. El segundo es que esa intervención del Espíritu ha empezado en la Virgen María.

 

La espera gozosa del Señor

 

De la vida aprendemos que la espera de alguien querido es ya una fiesta pues el corazón humano se estremece y se ilusiona acariciando la presencia cercana de un amor. Esperar a alguien es ya una gozada, porque es anticipar el encuentro. Ponerse en camino es estar llegando y esperar es estar vibrando, de modo que la alegría es el espíritu propio de la espera, es el gozo contenido cuyas chispas brillarán en lágrimas de emoción. Pero sólo habrá alegría auténtica si a quien esperamos es a Jesús, que se acerca a los pobres e indefensos anunciando la Buena Noticia y rehabilitando a los marginados y desheredados de esta tierra.

 

Preparemos la Navidad con prontitud y alegría

 

Con la alegría de María y de Isabel, que es la alegría de los pobres y de los que esperan en Dios, vivamos las vísperas de la Navidad. Alegrémonos, porque el Espíritu del amor y de la verdad quiere generar en cada ser humano un corazón nuevo dispuesto para el Reino de Dios y su justicia. Escuchemos la Palabra fecunda del Evangelio, que, como a María, nuestra Señora de la Prontitud, nos llena de alegría y de gracia, y acojamos la promesa del Reino de Dios que viene con el Mesías, sabiendo que para Dios nada hay imposible y digamos siempre “Amén” a la nueva presencia de Dios en la historia, en los crucificados, en los pobres, en los marginados y especialmente en los niños que sufren, pues todos ellos son el verdadero y nuevo templo de Dios en el mundo.

 

José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura