5ª semana del tiempo
ordinario. Miércoles: Mc 7, 14-23
Estas palabras de
hoy son continuación de las que se leían ayer. El asunto comenzaba en el
capítulo 4 cuando Jesús era invitado a casa de un fariseo. Allí Jesús critica
una tradición de los fariseos de lavarse las manos antes de comer, no por la
cuestión de higiene, sino porque esa costumbre llevaba a despreciar a otras
personas que habían cultivado o vendido esos alimentos. Por eso Jesús les da a
entender que lo importante no es la tradición, sino si hay caridad o no en la
acción. Hay una costumbre en muchos lugares de terminar el año y comenzar el
nuevo con mucho ruido de cohetes y muchos instrumentos. Dicen algunos que proviene de una creencia de que el ruido ahuyenta a los
demonios que querrían hacer desgraciado el año que comienza. En realidad el
peor demonio es el que tenemos en el corazón, si tenemos odio y egoísmo. Pero
ése se quita con el mensaje de Jesús y su presencia por el amor.
Jesús ha dejado ya
la casa del fariseo y se encuentra con mucha gente. Sigue el tema; pero ahora
hablando de la pureza o no de los alimentos. Resulta que los judíos declaraban
impuros algunos alimentos. Hoy todavía los judíos y otras culturas declaran
impura la carne de cerdo. Esto provenía seguramente de que durante algún
período de años la carne de cerdo era perjudicial para la salud, como puede
serlo hoy, si no se la examina. De las normas higiénicas se pasó a las normas
religiosas. Esto mismo había pasado con el lavarse las manos. El hecho es que
hoy Jesús nos da una gran lección: de que no es lo exterior lo que daña al ser
humano, sino los malos sentimientos que pueden salir del corazón. Nuestro
interior es lo que debemos tener en cuenta.
Cuando san Marcos
escribía esto, quizá unos 30 ó 40 años después de dicho por Jesús, todavía
había judíos convertidos que querían obligar a los paganos convertidos a seguir
algunas de estas costumbres judías. Por eso puso aquí una frase que debía
convencer y que era muy importante para aquel entorno: “Con esto declaraba
Jesús puros todos los alimentos”. Tenía Jesús una visión amplia, universalista
y liberadora. Porque una cosa son las costumbres y otra la verdadera religión,
que consiste sobre todo en el amor. Para que lo entendieran un poco dijo una
pequeña parábola sobre lo que sucede en el cuerpo humano: Entra todo bueno y
suele salir dañado.
Luego dice una
frase, que solía decir alguna vez, especialmente después de alguna parábola:
“Quien tenga oídos que oiga”. Esto era porque Jesucristo, entonces como hoy, encontraba
y encuentra muchos que no tienen oídos aptos para las cosas de Dios. A veces es por la depravada educación que no
les hace aptos para escuchar y asimilar los buenos mensajes o porque por su
mala voluntad no quieren comprenderlo. El caso es que los apóstoles preguntaban
a Jesús y a ellos sí les explica. Esto nos quiere decir que muchas veces
debemos preguntar o encontrar momentos de explicación.
Jesús les explica
que no nos contaminamos por las cosas externas, sino por la actitud con que se
aceptan. Lo importante no son las apariencias,
los comportamientos exteriores, sino lo que encierra el corazón. Hay
cosas externas que nos pueden condicionar y nos pueden perturbar el corazón, si
no estamos atentos, como malos espectáculos o revistas, etc. Lo importante es
ir creciendo en gracia y amor de Dios, en intimidad con Jesús, para que nuestro
corazón sea más de Dios. Entonces sí que podremos decir como san Pablo: “¿A
quien temeré? Nada me puede separar de Dios”.
A veces echamos la
culpa de nuestros males a los de “fuera”: la sociedad, la moda, los
políticos... El mal o el bien no está en lo de fuera,
sino en el corazón, en las actitudes y sentimientos, si son buenos o malos. Por
eso ¡Qué difícil es saber juzgar con rectitud! Hay signos externos que nos dicen
si una persona es buena o mala; pero muchas veces nos equivocamos. Por eso
nosotros debemos atender al ser interior, a transformarnos cada vez más en los
sentimientos de Jesucristo, a saber perdonar y amar como El lo hizo, y nuestro
corazón estará limpio ante Dios.