5ª semana del tiempo ordinario. Viernes: Mc 7, 31-37

Jesús estaba fuera de los límites de Israel. Estaba en el extranjero, viniendo de Tiro y Sidón. Esto lo hacía alguna vez cuando necesitaba estar más a solas con los apóstoles. Sin embargo allí también es conocido y le llevan a un sordomudo para que le cure. En realidad la gran enfermedad era la sordera. Si no oía, tampoco podía hablar. Para los israelitas religiosos era una desgracia muy grande, porque al no oír, no podía tener conocimiento de la ley, y no podía cumplirla ni alabar a Dios.

Jesús siempre está abierto para el consuelo y el remedio a las miserias humanas, a las que se inclina con su inmensa misericordia. Le dicen que le imponga las manos. Seguramente era el signo más frecuente de Jesús con los enfermos. Pero aquí usa unos signos más visibles. Dicen que los mudos son algo desconfiados con lo que vayan a hacerles y Jesús emplea signos que el mudo pueda ver, de modo que pueda entender la ayuda que Jesús quiere darle. Mete los dedos en sus oídos, toca la lengua con un poco de saliva, mira al cielo y suspira. Lo de la saliva era seguir una creencia popular de que tiene una virtud o fuerza especial. Mira al cielo dando a entender que se encomienda a su Padre Dios y suspira, como un acto de profunda emoción y cariño. Pronuncia entonces una palabra, que el evangelista conserva en su idioma original: “Effetá”, que lo traduce: “Ábrete”. Es como si fuese un sacramento. En la Iglesia tenemos esos signos sensibles que nos dan la gracia o nos ayudan a acrecentarla. Los sacramentos tienen una materia, que puede ser agua, aceite, pan o vino; y luego unas palabras que indican lo que se realiza. Por ese signo sencillo Dios nos da su gracia o viene Jesús en persona a estar con nosotros. Maravillas del amor de Dios.

Este milagro del sordomudo tiene una aplicación muy importante para nosotros. Porque hay muchas personas que son sordos y mudos espirituales. Dios nos habla de muchas maneras: por la Biblia, por la Iglesia, por los acontecimientos. Constantemente nos manda sus mensajes; pero muchas veces estamos sordos a su voz. Queremos sólo atender a lo que nos va bien; pero nos cerramos cuando nos toca algo contra nuestro egoísmo o el poder o el dinero y las comodidades. Ya dice el refrán que “no hay mayor sordo que el que no quiere oír”. Jesús curaba enfermedades corporales, aunque su deseo mayor era curar enfermedades espirituales. Pero para esto no basta con la voluntad de Dios, ya que respeta nuestra libertad. Por eso no pudo quitar la ceguera espiritual de tantos fariseos que estaban ciegos por sus intereses egoístas y sus ambiciones. Esto nos debe hacer hoy meditar en nuestra vida.

Nuestra vocación de cristianos es estar abiertos a la palabra de Dios y confesarla. Para proclamar las maravillas de Dios primero debemos abrir los oídos del cuerpo y del corazón para escuchar los mensajes de Jesús y meterlos en el alma. Después podremos explicarlo a otras personas, que no se han enterado de la Buena Nueva del amor de Dios. Lo normal es que quien deja que la palabra de Dios penetre dentro, que ha comprendido el sentido de las bienaventuranzas, de lo que es la verdad, la justicia, la paz y el amor, comience a explicarlo de alguna manera a otros; porque, como dijo Jesús: “de la abundancia del corazón habla la boca”.

También debemos tener abierto los oídos para escucharnos unos a otros. Muchas disensiones y hasta guerras se producen porque no hay diálogo. Cada uno habla según su egoísmo y, cuando el otro habla no se escucha, sino que se piensa en lo que voy a decir yo para ir en contra. El amor es el que nos abrirá los oídos y el corazón para saber escuchar cuando hay que escuchar, callar cuando hay que callar y hablar cuando hay que hablar y de la manera en que sea oportuno hablar. Para ello debemos quitar los tapones que podemos tener en estos oídos espirituales, como son la soberbia, la vanidad, el egoísmo, la violencia, la avaricia, etc. Con la gracia de Dios podremos hacerlo. Pidámoselo con mucha fe al Señor.