LA IGLESIA DE JESUCRISTO
(DOMINGO XXVII. T.O A
2 octubre 2005
"En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los senadores del pueblo:
Escuchad otra parábola: Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una
cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos
labradores y se marchó de viaje... Se os quitará a vosotros el Reino de los Cielos y
se dará a un pueblo que produzca sus frutos." (Mt 21,33-43)
En la liturgia de este domingo (especialmente en su Evangelio), con la imagen de la
Viña, se nos habla del traspaso del Reino de Dios a un nuevo Pueblo, que es la
Iglesia de Jesús. Un pueblo, que, fundado en Jesús, está llamado a producir frutos
abundantes de santidad.
La parábola es muy clara. Un propietario arrienda su viña a unos labradores.
Llegado el tiempo de la vendimia, envía mensajeros a percibir los frutos que le
corresponden. Pero no lo consiguen. El dueño envía, entonces, a su propio hijo, que
es asesinado por los viñadores. El dueño, por eso, traspasa la viña a otros
viñadores que le entreguen los frutos.
La viña es Israel; el dueño, Dios; los arrendatarios, los jefes del pueblo judío; los
mensajeros, los profetas; el hijo muerto, Jesucristo; y la entrega a otros viñadores,
la admisión de las naciones paganas al Reino de Dios.
Realmente, es un resumen espléndido de la historia de la salvación, con sus dos
momentos principales: Cristo y la Iglesia. Cristo, el heredero, la piedra angular. Y la
Iglesia, nuevo Pueblo de Dios, cuya misión será prolongar la acción salvadora de
Jesús. Sin duda, son dos puntos esenciales: Cristo es el punto culminante de toda
la Historia de Salvación. Hacia él confluye todo el tiempo anterior, del que es su
cumplimiento. Y, después de Él, todo debe referirse a su acción salvadora y beber
de ella. Aquí es donde la Iglesia actúa como su prolongación y visibilización para
todos los hombres y todos los momentos de la historia.
Desde Jesucristo, la Iglesia debe trabajar por producir frutos de humanidad y de
fraternidad. La Iglesia no se tiene a ella misma como finalidad. A ella se le ha
confiado el Reino de Dios, su viña, para que lo extienda por todo el mundo, y
alcance a todas las naciones de la tierra. No puede guardase la salvación, sino
proclamarla, para que todos la conozcan y la acepten. Si Jesucristo es su centro, y
él es el hombre nuevo, que todo lo hace nuevo, la Iglesia, que lo prolonga y
actualiza al hoy cotidiano, sirve de instrumento que se convierte en fermento de
renovación para cada uno de los tiempos. Si la Iglesia pierde esa tensión, es que se
ha encerrado en ella misma ignorando su verdadera finalidad. Si la Iglesia deja de
ser referencia y estímulo de bondad y de justicia y de verdad... es que no está
animada por Jesucristo, Muerto y Resucitado, y ha dejado de ser Su Iglesia.
Esta es la grandeza de la Iglesia. Y, a la misma vez, su pequeñez, su compromiso y
su exigencia.
Miguel Esparza Fernández