JESÚS, CENTRO DE LA IGLESIA
(DOMINGO XXVIII. T.O.)
9 octubre 2005
"En aquel tiempo, volvió a hablar Jesús en parábolas a los sumos sacerdotes y a los
senadores del pueblo, diciendo: El Reino de los Cielos se parece a un rey que
celebraba la boda de su hijo. Mandó a los criados para que avisaran a los
convidados, pero no quisieron ir... Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos
los que encontréis, convidadlos a la boda... Muchos son los llamados y pocos los
elegidos." (Mt 22, 1-24)
Insiste la liturgia en la misma idea del domingo pasado; se quita el Reino de los
Cielos a los que primero se les había ofrecido, y se entrega a otros que lo acepten
de mejor grado. Son parábolas que se llaman "de la Buena Nueva", con las que se
justifica el anuncio del Evangelio hecho a los pobres y marginados.
También en esta parábola, el Hijo, Jesucristo, es figura central. Y también aquí
resulta rechazado. Desde ahí, se produce la apertura de la puerta del salón de
bodas para todo el que quiera entrar. Pero es necesario entrar con traje de fiesta.
Lo que significa conversión.
De fondo, me parece que hay una idea de fondo: la centralidad de Jesucristo. Sin
Él, la Iglesia no es nada. Porque ella no salva. Es sólo instrumento, a través del que
Jesús sigue salvando. Por eso, decimos que la Iglesia no es sustitución ni sucesión
de Jesucristo. Si Él faltara, nos quedaríamos sin salvación. Jesucristo debe estar
presente en la Iglesia, en su centro, y, a su través, realizar, hoy, su obra salvadora.
Esto, en la Iglesia toda... y en la vida de cada uno de aquellos que la componemos.
Quizá sea esta última idea la que prevalece, finalmente, en la liturgia de hoy. ¿Qué
otra cosa significa lo del invitado que no tenía traje de fiesta? ¿O aquello otro de los
muchos llamados y los pocos elegidos? No se trata de pertenecer de manera
externa, mecánica o burocrática a la Iglesia. Como que uno se "apuntara" a ella... y
ya fuera miembro don todas las consecuencias. Si esa pertenencia no nos renueva
y reviste de un hombre nuevo, no nos hace pertenecer realmente a la Iglesia. Es
decir, sólo quien ha descubierto a Jesucristo como el Salvador y lo acepta así en su
vida, puede ser con verdad miembro de la Iglesia. Y eso es lo que sellamos con el
Bautismo, en que hacemos definitiva nuestra opción por Él.
Todos estamos llamados a formar parte de la Iglesia. Lo que supone una opción
radical de vida, que tiene como meta el proyecto de vida de Jesús de Nazaret, que
nos hace participar de una vida nueva, su misma vida.
Si entendiéramos esto, trabajaríamos seriamente y de modo continuado por
renovar nuestra vida. Y en ello, sin duda, tendría mucho que ver el banquete de la
Eucaristía, que es, para nosotros, la mesa renovadora por excelencia.
Miguel Esparza Fernández