Domingo XXII Ordinario del ciclo A.
La gran exigencia de la fe que profesamos.
Estimados hermanos y amigos:
Quienes tenemos la dicha de vivir en países democráticos, no estamos obligados
a acatar los preceptos de ninguna religión, así pues, el hecho de aceptar vivir bajo
el cumplimiento de los preceptos de la religión que decidamos aceptar, es
voluntario. Si consideramos que es imposible el hecho de encontrar una religión en
que ninguno de sus líderes ni de los creyentes que la profesan hayan evitado el
hecho de hacer el mal, parece imposible la idea de decidir cuales de esas religiones
es aquella en que Dios quiere que creamos. Muchos cristianos, además de ser libres
por el hecho de vivir en países aconfesionales, también nos consideramos libres,
porque Dios creó al género humano dotándolo de libertad, aunque muchos
hombres, en virtud de dicha libertad, y por causa de su desconocimiento de la
Deidad Suprema, han optado por no creer en el Altísimo.
¿Nos obliga Dios a que seamos cristianos a la fuerza? Dios creó a los hombres
con el pensamiento de que los tales alcanzaran la plenitud de la felicidad viviendo
en su presencia. Dado que Dios dotó a los hombres de libertad, la única forma que
tiene de que alcancemos la plenitud de la dicha en su presencia, consiste en
hacernos vivir la experiencia de sus dones y virtudes, configurándonos a su imagen
y semejanza espiritual, según vamos conociéndole, a lo largo de nuestros años de
formación religiosa. Todas las religiones cristianas especulan mucho con respecto a
quienes se salvarán cuando Dios nos juzgue al final de los tiempos, pero, si habrá
quienes se jueguen la posibilidad de alcanzar la plenitud de la dicha viviendo en el
Reino de Dios, los tales serán quienes, conociéndole, no cumplan sus preceptos, los
cuales están orientados a que alcancemos la citada felicidad.
Dios nos dice en la Biblia:
"Y ahora, Israel, ¿qué te pide tu Dios, sino que temas a Yahveh tu Dios, que sigas
todos sus caminos, que le ames, que sirvas a Yahveh tu Dios con todo tu corazón y
con toda tu alma, que guardes los mandamientos de Yahveh y sus preceptos que
yo te prescribo hoy para que seas feliz?" (DT. 10, 12-13).
Si creemos que nuestra profesión de fe es una especie de esclavitud, no
podremos sentirnos dichosos al ver cómo crecemos espiritualmente a través del
tiempo en que somos instruidos para que sea aumentada la fe que nos caracteriza,
porque consideraremos que la misma es una carga difícil de soportar.
La grandeza de los cristianos se manifiesta en la capacidad que tenemos de
superar los momentos difíciles que caracterizan nuestra vida. En el Evangelio del
Domingo XXI Ordinario, Jesús le dijo a San Pedro, cuando dicho Apóstol le dijo que
es el Mesías, el Hijo del Dios vivo:
"«Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la
carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos"" (MT. 16, 17).
Cuando San Pedro vio que había conseguido aquello por lo que muchas veces los
Apóstoles de Jesús discutían entre sí, -ser el principal de los Doce, a quien se le
tenían que someter sus compañeros-, Jesús sorprendió a sus amigos.
"Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a
Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los
escribas, y ser matado y resucitar al tercer día. Tomándole aparte Pedro, se puso a
reprenderle diciendo: «¡Lejos de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso!» Pero
él, volviéndose, dijo a Pedro: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para
mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!" (MT. 16,
21-23).
Al considerar que Jesús le hizo el principal de sus seguidores, viendo que el Señor
iba a cometer la locura de suicidarse, San Pedro sintió que debía hacer que su
Maestro entrara en razón. Por su parte, Jesús reprendió al que sería el primer Papa
de la Iglesia delante de los demás Apóstoles, para que los tales no se sintieran
despreciados por su Rabbi, pensando que Jesús tenía una relación más íntima con
su primer Vicario que con ellos.
Según el texto original de MT. 16, 23, Jesús no llamó a San Pedro "Satanás",
pues le dijo que tenía que cumplir la misión con que el Padre le envió al mundo,
aunque el texto original ha sido adulterado conscientemente, con tal de que no se
nos pase por la cabeza la idea de desobedecer a nuestro Padre común.
Todos los años, al celebrar la Pasión de Jesús el Viernes Santo, recordamos el
siguiente fragmento de la Carta a los Hebreos:
"De la misma manera, no fue Cristo quien se arrogó a sí mismo la dignidad de
sumo sacerdote, sino que fue Dios quien le dijo: Tú eres mi Hijo, yo te he
engendrado hoy; o como dice en otro lugar: Tu eres sacerdote para siempre según
el rango de Melquisedec. Se trata del mismo Cristo que durante su vida mortal oró
y suplicó con fuerte clamor, con lágrimas incluso, a quien podía liberarle de la
muerte; y ciertamente fue escuchado por Dios, en atención a su actitud de
acatamiento. Pero Hijo y todo como era, aprendió en la escuela del dolor lo que
cuesta obedecer. Alcanzada así la perfección, se ha convertido en fuente de
salvación eterna para cuantos le obedecen" (HEB. 5, 5-9).
Si Jesús, -el Hijo perfecto de Dios-, tuvo que pasar por la escuela del dolor, para
demostrarnos que el Dios Uno y Trino nos ama, y para que en el juicio universal no
le acusemos de desconocer el dolor en que muchos han vivido sumidos, ¿hacemos
bien al pretender vivir una vida carente de dificultades?
El sufrimiento, por sí mismo, ni es deseable por nuestra parte, ni Dios desea que
lo padezcamos, aunque no nos lo evita, porque nos aporta enseñanzas útiles, si no
lo vemos como una desgracia.
De la misma manera que los Apóstoles veían inútil el hecho de que su Maestro se
dejara sacrificar por sus enemigos, quienes no comprenden la utilidad que tiene el
dolor para los cristianos, también se escandalizan, al tener la impresión de que Dios
actúa indiferentemente, al no evitar el padecimiento de la humanidad.
Si consideramos la utilidad que tiene el dolor, podremos comprender las
siguientes palabras de nuestro Salvador:
"«Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y
sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida
por mí, la encontrará. Pues ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si
arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida? «Porque el Hijo
del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces
pagará a cada uno según su conducta"" (MT. 16, 24-27).
¿Qué significan las palabras de Jesús referentes a que nos neguemos a nosotros
mismos, y nos dispongamos a seguirlo? Aunque las citadas palabras de nuestro
Salvador afectan más a los religiosos que a los laicos, todos los cristianos
practicantes debemos prestarles atención, porque, el hecho de trabajar en la viña
del Señor, siempre comporta renuncias, aunque, muchas veces, sean
insignificantes. Hay quienes renuncian a sus actividades de ocio, al tiempo que
pueden pasar con sus familiares y amigos, al hecho de casarse, e incluso a la
posibilidad de alcanzar la felicidad formando una familia, con tal de entregarse
plenamente al cumplimiento de la voluntad de nuestro Padre común. Debido a los
casos de sacerdotes que han abusado sexualmente de niños pequeños, muchos
creyentes y enemigos de la Iglesia critican duramente el celibato de los clérigos. No
es esta la ocasión de meditar sobre el celibato, pero he de deciros que el mismo no
fue inventado por la Iglesia, pues, antes y después de la fundación de nuestra
Iglesia, muchos han asumido esa práctica libremente, y no se puede decir de todos
que han cometido inmoralidades sexuales.
¿Qué quiere decirnos Jesús cuando nos insta a que tomemos nuestra cruz y le
sigamos? Dado que Dios lo puede todo, al Señor, más que nuestra posición social y
nuestra capacidad de actuar sin errar, le importa la disposición que tenemos a
cumplir su voluntad. Aunque tenemos hermanos que por causa de las
enfermedades que padecen no pueden acceder a ningún ministerio eclesiástico, el
hecho de estar en condición de inferioridad con quienes están sanos o tienen
muchas riquezas, no nos imposibilita para servir al Señor, pues nos ayuda a ser
predicadores eficientes, a partir de nuestro conocimiento de la vivencia y la
superación del dolor.
Jesús nos dice que quien quiera enriquecerse u obtener cualquier beneficio por
causa de la utilización de la religión para alcanzar sus intereses personales, perderá
la vida eterna. Al contrario, quien renuncie al goce de los placeres de esta vida para
consagrarse a contribuir a concluir la instauración del Reino de Dios en el mundo,
conseguirá la vida eterna, porque, sin pensar en su interés personal, se dedicará
total o parcialmente a cumplir la voluntad de nuestro Padre común, pensando en la
salvación de sus hermanos los hombres.
Concluyamos esta meditación, pidiéndole a nuestro Padre común, que nos inspire
a los cristianos el deseo de unirnos, para que, al tener una misma fe, estemos
dispuestos a hacer cuanto esté a nuestro alcance, para que la humanidad anhele la
salvación eterna. Amén.
(José Portillo Pérez).