Comentario al evangelio del Domingo 28 de Agosto del 2011
Cargar con la cruz para seguir a Jesús
El Evangelio de hoy completa el cuadro de Cesárea de
Filipo que consideramos la semana pasada. Por eso, para una comprensión más plena es necesario leer
juntos los dos textos. Una vez que los discípulos, por boca de Pedro, han confesado que Jesús es el
Mesías, éste comienza con ellos una catequesis personalizada sobre el sentido de su mesianismo y que
se concreta en el primer anuncio de su pasión. Esto choca frontalmente con las expectativas de un
mesianismo triunfante, que somete con poder y fuerza a los enemigos de Israel. Jesús no deja de hablar
de victoria, pero de un modo completamente distinto al que esperan los discípulos: primero tiene que ir
a Jerusalén, someterse, padecer, incluso ser ejecutado. El triunfo sólo vendrá después de la completa
derrota, mediante la resurrección “al tercer día”.
Que todo esto contradice de plano lo que los discípulos esperaban del Mesías se echa de ver en la
reacción –una vez más, en representación de todo el grupo– de Pedro. Es una reacción que no puede
sorprendernos, porque no puede ser más humana. Lo que sorprende es la dura respuesta de Jesús, que
rechaza con virulencia y llama “Satanás” a aquel a quien acaba de declarar bienaventurado y de
confiarle las llaves del Reino. Sin embargo, ese tremendo apóstrofe tiene su lógica, porque al rechazar
el camino hacia la cruz Pedro está jugando el papel del tentador, que ya le propuso a Jesús una forma
de mesianismo más lisonjera, hecha de poder y de éxito (cf. Mt 4, 1-11), y que suponía pactar de un
modo u otro con el diablo. El mesianismo que elije Jesús, el mesianismo de la cruz, es aquel en el que
sus enemigos no son los hombres pecadores, sino sólo los pecados de los hombres; por ello, no se trata
de liberar a unos pocos del poder de otros, sino de liberar a todos del poder del pecado, y para ello es
necesario renunciar a todo lo que signifique una alianza con cualquier forma de mal, como el
sometimiento de los demás por medio de la violencia. El camino de la cruz es el de la negación de sí, el
de la entrega de la propia vida hasta la muerte. Y este camino, el de Cristo hasta Jerusalén, es, tiene
que ser, el camino del cristiano en el seguimiento del Maestro.
Por eso, hoy, el “no” de Pedro nos tiene que hacer reflexionar. El mismo Pedro que nos representaba
en la confesión de fe, nos representa también en el rechazo de la cruz. Y esta contradicción nos
descubre que el camino cristiano es un camino complejo, en el que existen distintos momentos, todos
ellos necesarios, pero insuficientes si los separamos entre sí. Pedro es bienaventurado porque ha
comprendido en la fe y ha confesado la verdadera identidad de Jesús y, gracias a ello, ha recibido un
nombre nuevo y una misión. Pero hoy comprendemos que confesar de manera ortodoxa, con ser
fundamental (es el fundamento), no es suficiente si no se da el paso de aceptar la cruz que esa
confesión lleva consigo. Si aceptamos a Jesús como el Mesías, tenemos que aceptar el mesianismo que
él nos propone, no el que nosotros queremos soñar o imaginar.
Cuántas veces sucede que emprendemos un proyecto de vida cristiana (en una comunidad parroquial,
en un movimiento, en la vida religiosa o en el matrimonio) llenos de entusiasmo y de optimismo,
llevados precisamente por la fe que profesamos, por la revelación que hemos recibido de lo alto. Pero
en cuanto tropezamos con las inevitables dificultades de la vida, con conflictos o decepciones, con
algunos sufrimientos que nos causan precisamente aquellos con los que habíamos emprendido ese
camino feliz, empezamos a renegar, a sentir la tentación de echarnos atrás, a decirnos que no, que no
era esto lo que habíamos soñado, lo que nos habíamos imaginado. Somos creyentes ortodoxos,
confesamos como se debe, y en esto somos bienaventurados, pero no estamos dispuestos a aceptar la
cruz, la limitación, el sufrimiento que conlleva el camino que hemos emprendido en el seguimiento de
Jesús. Parece que queremos enmendarle la plana a Cristo, que en su encarnación no ha elegido vivir en
una campana de cristal ni en un mundo ideal, sino que ha asumido nuestra condición, nuestras
limitaciones, y ha tomado sobre sí el pecado del mundo; nos gustaría un mesianismo y una salvación
más fácil y ligera, en la que Dios desplegara su poder y nos librara como por arte de magia de nuestros
problemas y dificultades. Pero esto es sólo una tentación en la que caemos con facilidad y en la que
tratamos de hacer caer a Jesús, asumiendo así el papel del tentador.
Jesús, tras la primera reacción contra Pedro, dirige a los suyos (a todos nosotros) una enseñanza más
sosegada sobre el significado verdadero del camino de seguimiento al que nos llama: si queremos
caminar en pos de Él, tenemos que estar dispuestos a la negación de nosotros mismos, a cargar con la
cruz, a perder la propia vida para ganarla. Pero, ¿no es esto algo imposible y absurdo? ¿No será esto
una especie de masoquismo espiritual contrario a los deseos humanos de felicidad y que explica el
amplio rechazo que el cristianismo se está ganando cada vez más en nuestros días, especialmente en el
mundo más avanzado? Aunque puede ser verdad lo relativo al rechazo del cristianismo, no podemos
estar de acuerdo en la acusación de masoquismo. Tomar la cruz no es hacer una opción por el dolor,
sino una opción por el amor. Y el amor es lo más necesario para la vida, pero también lo más exigente,
pues, a diferencia de la ley, no reclama simplemente un comportamiento determinado, sino el corazón
y la vida entera. Por eso, como nos dice Jesús hoy, quien pierde la vida porque la entrega libremente,
da vida y encuentra la vida. Tomar la cruz no significa buscar el dolor o el sufrimiento, pues estos
están inevitablemente presentes en nuestra vida de un modo u otro. Significa no pararse en ellos, no
hacer de la cruz una excusa para el egoísmo, para la autocompasión egocéntrica, para llamar la
atención, en el fondo, para no amar; Jesús nos dice que carguemos con ella, pero no que nos quedemos
en ella, sino que nos pongamos en camino, en su seguimiento. Tomar la cruz es elegir el amor y la
entrega, la atención a los demás, el perdón… también cuando no me va tan bien, cuando experimento el
dolor o la limitación, cuando siento no sólo las alas del amor, sino también su peso.
Abundan hoy día autodenominadas “iglesias cristianas”, “universales”, etc. que predican la fe como
camino del éxito social y prometen a sus fieles la riqueza material (frecuentemente mientras los
esquilman). Como los malos pastores de que habla San Agustín, predican que quienes vivan
piadosamente en Cristo abundarán en toda clase de bienes, induciéndolos a vivir, o a tratar de vivir en
la prosperidad que les ha de corromper, de modo que cuando sobrevengan las adversidades, los
derribarán y acabarán con ellos. El que de esta manera edifica, no edifica sobre piedra, sino sobre arena
(cf. S. Agustín, Sermón 46, sobre los Pastores, 10-11).
Muy distinto es el verdadero mensaje evangélico, que añade a la confesión de fe la disposición a
entregar la propia vida como Jesús, libremente y por amor. Tomar sobre sí la cruz es lo mismo que nos
dice hoy Pablo: presentar el propio cuerpo (la propia vida) como una hostia viva, santa, agradable a
Dios. El misterio de la cruz es el misterio mismo de la eucaristía, el de la entrega hasta dar la vida.
Pablo ejerce hoy de buen pastor, cuando nos exhorta a no acomodarnos a este mundo, sino a un
discernimiento de lo bueno y lo perfecto, a ser libres de los dictados del ambiente, incluidas las burlas
que tiene que afrontar el verdadero profeta, a caminar contra corriente y a ser una verdadera
alternativa. Todo esto es lo que conlleva la verdadera confesión de fe en Jesús como Mesías y,
venciendo la tentación diabólica de falsos mesianismos, la voluntad de seguirlo hasta Jerusalén.
José Maria Vegas, cmf