XXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Pautas para la homilias
“Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”
Pecado y perdón en la Iglesia primitiva.
Hace dos domingos escuchábamos el pasaje del evangelio de Mateo en el que
Pedro, en nombre de los discípulos, confesaba la fe en Jesucristo como Hijo de Dios
(Mt 16, 13-20). En aquella ocasión, también aparecían las expresiones “atar” y
“desatar” como acciones referidas a la autoridad de Pedro. Esta vez, las acciones de
“atar” y “desatar” se refieren a los discípulos, en general, en relación al pecado y su
perdón.
Los especialistas señalan diversas interpretaciones, todas ellas posibles, del
significado de esta expresión. Señalamos sólo algunas:
1. Existe una interpretación juridicista según la cual “atar” y “desatar” se refiere
a la potestad legislativa de la Iglesia, personificada en el primado de Pedro.
2. Otros, en referencia a la doctrina de las escuelas rabínicas clásicas de Hillel
(permisiva) y Shammay (rigorista), le otorgan un sentido relativo a la
formulación de normas morales.
3. También puede ser interpretado de manera litúrgico-penitencial. Según una
práctica habitual de las primeras comunidades cristianas -asimilada de la
sinagoga- se expulsaba de la asamblea al pecador para hacer más visible su
readmisión cuando recibía el perdón.
Este último sentido es el que más podría aproximarse al evangelio de hoy, de ahí
que se diga que el cristiano que no se arrepiente de su pecado debe ser
considerado “como un pagano o un publicano”. Hay que tener en cuenta el contexto
de la época en el que se realizaba esta práctica: se trataba de pecados graves
(homicidio, adulterio y apostasía), públicamente conocidos y sin que se hubiera
producido arrepentimiento tras las múltiples amonestaciones que prescribía el
Evangelio. Por otra parte, en ningún momento se excluía la posibilidad del perdón y
la readmisión; más bien al contrario, es lo que se perseguía al colocar al pecador en
esa situación, como último recurso, para que tomara conciencia de la gravedad de
la falta cometida.
Una vez precisado el significado de este fragmento del texto evangélico, en lo que a
nosotros respecta ¿cuál es la enseñanza que nos ofrece hoy el Evangelio?
Somos el guardián de nuestros hermanos.
No está de más que recordemos qué es un profeta en la tradición bíblica. No es un
adivino ni un futurólogo fatalista que predice catástrofes inevitables, sino alguien
que se siente llamado por Dios a cumplir una misión: la de predicar, en nombre del
mismo Dios, la conversión del corazón de los hombres para evitar males futuros.
Ezequiel vive el destierro. Jerusalén ha sido destruida y la mayor parte del pueblo
judío ha sido deportado a Babilonia. Parece que Dios se ha olvidado para siempre
de su pueblo y la voz del profeta enmudece. Pero, en medio de la desesperanza,
tras siete días de silencio, Ezequiel vuelve a proclamar la palabra de Dios entre sus
hermanos de fe deportados. La profecía invierte los términos de la situación de
manera paradójica. Habla de una contienda que continúa (el lenguaje bélico, por
tanto, se debe al contexto del momento), pero esta vez los combatientes son Dios y
los pecados del pueblo de Israel. El enemigo de Dios no es el hombre, sino el
enemigo del hombre: el pecado. Así, dice esta misma profecía unos versículos más
adelante: “Por mi vida -oráculo del Señor-, juro que no quiero la muerte del
malvado, sino que cambie de conducta y viva” (Ez 33, 11a).
La palabra de Dios advierte de que la misma suerte que le espera al malvado le
esperará a quien se desentienda del destino del malvado. La salvación es
incompatible con toda clase de individualismos y egoísmos, por mucho que se
cumplan normas, leyes y preceptos. No hay justicia en quien no se siente
responsable de la desgracia de su prójimo, aunque se la haya buscado él mismo.
Vemos, además, que el respeto de Dios a la libertad del ser humano no nace de
una actitud neutral o cierta indiferencia por las consecuencias de nuestras acciones,
sino que nace del amor. Por eso se preocupa constantemente de procurar la
conversión del pecador, y quiere que todos compartan esa preocupación.
Dios parece estar respondiendo, a través de Ezequiel, a aquella pregunta retórica
que lanzaba Caín cuando fingía no saber nada de Abel: “¿Acaso soy yo el guardián
de mi hermano?” (Gn 4, 9b). Pues sí, lo somos.
La comunidad cristiana: lugar de perdón, oración y encuentro con el Señor.
“El que ama tiene cumplido el resto de la ley”, nos ha resumido San Pablo en la
carta a los Romanos. La corrección fraterna de la que nos habla el Evangelio se
asemeja a la llamada de Ezequiel, pero desde la novedosa perspectiva del
mandamiento del amor. No hay verdadera corrección fraterna si no se hace desde
el amor. El Evangelio, por tanto, nos lleva a una mayor exigencia. No se trata de
cumplir con el deber de poner sobre aviso a quien comete injusticia, se trata de
“amar a tu prójimo como a ti mismo”. Y es aquí donde aparece el elemento central
del mensaje que nos trae el Evangelio de hoy: la comunidad.
Si la dimensión social es un aspecto esencial de la vida humana, entonces,
necesariamente, ha de serlo también para la vivencia de la fe. Quizás haya que
insistir en esto de manera especial en la época que nos ha tocado vivir.
Recientemente el papa, Benedicto XVI, recordaba a los jóvenes que no se puede
seguir a Jesús en solitario. Y, ciertamente, hoy día, de manera especial, corremos
el riesgo de un mayor aislamiento e individualismo, ya que el desarrollo que han
alcanzado las sociedades en que vivimos posibilita una mayor autonomía del
individuo; cosa que, en principio, no es mala. Es un hecho que ya no nos
necesitamos tanto los unos a los otros como sucedía antiguamente, como sucedía,
por ejemplo, en las sociedades rurales. Y puede suceder que las relaciones
personales, en ocasiones, sean en parte desplazadas por las relaciones funcionales
y “virtuales” en un mundo, paradójicamente, cada vez más interconectado y
comunicado.
Creemos en un Dios que en sí mismo es amor, relación, comunidad. Este es el
misterio central de nuestra fe que se nos ha revelado en Jesucristo: Dios es
Trinidad. Este es el misterio del que nace la Iglesia, pues es Dios quien nos ha
convocado a vivir juntos, en comunión. Se comprende entonces que la fe en un
Dios así no pueda vivirse en solitario.
La comunidad no es algo accidental para la vivencia de la fe, sino algo constitutivo.
Una verdadera comunidad cristiana es aquella que se edifica sobre la fe, el amor y
la libertad, de manera que en ella la persona no queda anulada, sino que se hace
posible su crecimiento. Es el lugar privilegiado para el encuentro con Jesús (en esto
insisten especialmente los relatos de aparición del Resucitado: es en la comunidad
donde Él se deja ver). Mediación necesaria (enraizada en la propia naturaleza del
ser humano) y querida por el mismo Jesús (que quiso que sus discípulos formaran
una comunidad). Hoy se nos dice esto claramente: Cristo está realmente presente
cuando nos reunimos en su nombre. Y se nos anima a orar en común.
Son comunidad cristiana las parroquias, las distintas familias religiosas,
asociaciones de laicos, etc… pero también están llamadas a serlo las familias. El
Evangelio de hoy es una invitación a construir Iglesia, a vivir en comunidad el
perdón, la oración y la presencia de Cristo.
D. Ignacio Antón O.P.
Fraternidad de Atocha (Madrid)