XXIII Domingo del Tiempo Ordinario Ciclo A
(Ezequiel 33:7-9; Romanos 13:8-10; Mateo 18:15-20)
Alejandro es hombre imaginario. Pero hay muchas personas reales como él. Acaba
de llegar al África para trabajar con la Organización de las Naciones Unidas. Está
contento porque siempre ha querido viajar a países lejanos. Recibirá un buen
sueldo, vivirá en la capital con muchas diversiones, y tendrá carro con chofer y una
casa con varios sirvientes domésticos. Su tarea será supervisar la implementación
del Internet en las escuelas públicas. Estará en el país apenas un año y después de
su partida se desharán la educación por el Internet como tallos de maíz durante
una sequía.
Dicen los veteranos en la ayuda externa que muy pocos trabajadores con los
agencias gubernamentales logran cambios sostenibles. Según estos expertos
aquellos que hacen una carrera de ayuda externa desgastan tiempo asistiendo en
reuniones hablando con oficiales del gobierno, no con el pueblo. Sin embargo, estas
mismas autoridades creen que sí se puede mejorar la situación de los países más
subdesarrollados. Apuntan a los aventureros que son dispuestos a vivir entre la
gente como los agentes verdaderos de desarrollo.
Susana es una enfermera estadunidense ayudando a los pobres en Kenia, el África
oriental. Ella y su esposo, un médico, sienten que están allí porque es el plan de
Dios. Ellas está contenta porque, en sus propias palabras, “Estoy poniendo en
práctica todo lo que aprendí”. Es como la Hermana Marjorie, una religiosa
colombiana que fue a Guyana Ecuatorial en el occidente del África. Trabajaba feliz
por casi diez años también como enfermera. Curaba las enfermedades de la gente y
les enseñaba la salud básica hasta que se accidentó hace tres años.
Un periodista escribe que tres cualidades marcan las pesonas que están mejorando
la vida en los países más pobres. Primero, son hombres y mujeres de coraje.
Tienen la valentía para irse a los lugares más remotos con un mínimo de recursos.
Segundo, muestran respeto para la gente que encuentra. Les escuchan
atentamente y aprenden de su sabiduría. Tercero, poseen la fortaleza, eso es la
capacidad de seguir sirviendo aunque si no reciben ni una palabra de
agradecimiento. El periodista refiere al caso de otro médico en Kenia que salvó la
vida de un ladrón. El ladrón robó la computadora de un asociado del médico que lo
huyó con la policía. Entonces el ladrón fue disparado por la policía y estaba
muriéndose. El doctor detuvo la hemorragia con sus manos cubiertas sólo por una
bolsa de plástico. Cuando se descubrió que el ladrón tenía el virus HIV, el médico se
preocupó que él fue infectado. Afortunadamente no lo era, pero se decepcionó
cuando el ladrón no mostró ninguna huella de agradecimiento al médico.
Se pueden nombrar estas tres cualidades y, sin duda, algunas otras para describir a
las personas cambiando la suerte de la gente más pobre. Pero una virtud
transciende y resume las demás. Es el enfoque de san Pablo en la segunda lectura
hoy. Son hombres y mujeres del amor. Aman a sus prójimos y ven al prójimo en
las gentes más lejanas. Dice Pablo que el amor cumple la ley. Anteriormente
escribió que la ley nos conduce a Cristo. Es decir, donde hay amor, se encuentra a
Cristo. Podemos añadir, donde se encuentra a Cristo, allí tenemos nuestra
salvación.
Los filósofos dicen que el amor nos hace personas. Sin el amor, seríamos sólo
individuos buscando la satisfacción de nuestros deseos naturales. El amor nos hace
salir de nuestro ensimismamiento para reconocer y respetar al otro. Obviamente
todos humanos tienen un poquito de amor. La tarea de la vida es expandir nuestra
porción por actos de abnegación y compasión en imitación de Cristo. Es lo que
vemos en los misioneros de extranjero. Pero podemos notar la misma virtud en el
ministro juvenil de la parroquia que anda pidiendo ayuda por una muchacha pobre
que quiere seguir estudiando. Cada uno de nosotros podemos fomentar el amor por
tener la paciencia para con los ancianos y la comprensión para con aquellos que nos
ofenden. De esta manera crecemos como personas humanas. De esta manera nos
probamos dignos de Cristo.
Padre Carmelo Mele, O.P.