Domingo Vigésimo Cuarto del Tiempo Ordinario A
“¿Cuántas veces le tengo que perdonar?”
La pregunta que Pedro hace a Jesús: “¿Cuántas veces tengo que perdonar? ¿Hasta
siete veces?”, parece generosa, y con cierta apariencia de contabilidad. La
respuesta de Jesús rompe esa mentalidad calculadora y abre horizontes sin límites:
“No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”, es decir, perdonar
siempre, en todo momento, de manera incondicional. El perdón de las ofensas debe
ser una de las actitudes fundamentales del seguidor de Cristo.
El perdón es quizás una de las exigencias de nuestra fe cristiana que más adentro
nos tocan, que hacen daño a nuestro amor propio, que más difíciles resultan, si de
verdad nos lo queremos tomar en serio. Pero aunque sea difícil, y nos duela por
dentro, sigue siendo verdad que el perdón y el no guardar rencor son uno de los
puntales que sirven de medida para nuestra fe: porque un cristiano es
precisamente aquel que es capaz de perdonar como Dios le perdona, aquel que
busca ardientemente la reconciliación con los que se han enemistado, aquel que no
quiere mantener la mala cara esperando que el otro reconozca su culpa y que ha
obrado mal, aquel que no quiere hacer valer el derecho de la razón que se imagina
tener.
Esta llamada de Jesús a vivir sin deseos de venganza ni de ganas de hacer pagar al
otro lo que ha hecho, esta vocación de construir un principio de su Reino abierto,
vivo y feliz en que todo esté lleno del amor infinito que el Padre nos regala cada
día, es algo verdaderamente exigente que no permite escurrir el bulto. Solamente
así podremos decir, de verdad, las palabras del Padrenuestro: “Perdona nuestras
ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. El mundo del
cristiano es el de la acogida y el perdón, que ha instituido Aquel que nos ha acogido
y perdonado generosamente: “¿No debías tú también tener compasin de tu
compañero, como yo tuve compasin de ti?” Esta es la gran leccin de la parábola
de este domingo.
No es fácil escuchar la llamada de Jesús al perdón, ni sacar todas las implicaciones
que puede tener el aceptar que uno es más humano cuando perdona que cuando se
venga. Pero perdonar no significa ignorar las injusticias sufridas, ni la ofensa
recibida de manera pasiva e indiferente. Al contrario, si uno perdona es
precisamente para destruir, de alguna manera, la espiral del mal, y para ayudar al
otro a rehabilitarse y actuar de manera diferente en el futuro. El perdón es un
esfuerzo por superar el mal con el bien. Es un gesto que cambia cualitativamente
las relaciones entre las personas y obliga a plantearse la convivencia futura de
manera nueva. En el proceso del perdón, el que sale más beneficiado es el
ofendido, pues lo libera del rencor y de la venganza, hace crecer su dignidad y
nobleza, le da fuerzas para recrear la vida, le permite iniciar nuevos proyectos.
¿Quieres ser feliz un momento? Véngate. ¿Quieres ser feliz siempre? Perdona.
¿Y cómo puede uno saber que ha perdonado? Cuando ya no se le desea el mal al
otro, según las palabras de Jesús: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los
os odian, bendecid a los que os maldicen” (LC 6, 27-28). Cuando se ha renunciado
a la venganza, tal como ensea san Pablo: “No devolváis a nadie mal por mal; no
os venguéis de nadie” (Rom 12, 17.19). Cuando uno es capaz de ayudar a su
ofensor si lo ve pasar necesidad, como recuerda san Pablo: “Si tu enemigo tiene
hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber” (Rom 12, 20).
Perdonar es amar con un amor semejante al que Dios nos tiene. No es fácil
perdonar. Para llegar a perdonar hay que experimentar, de verdad, el perdón de
Dios. Cuando Jesús invita a perdonar “hasta setenta veces siete”, está invitando a
seguir el camino más sano y eficaz para erradicar de nuestra vida el mal. Sus
palabras adquieren una hondura todavía mayor para quienes creen en Dios como
fuente última de perdn: “Perdonad y seréis perdonados”.
Joaquin Obando Carvajal