XXIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A
VA DE TERMÓMETROS
Padre Pedrojosé Ynaraja
Frecuentemente utilizamos termómetros. Antes todos eran de mercurio, luego de
alcohol, ahora electrónicos. En todos los casos nos informan de la temperatura
corporal, ambiental o de un producto objeto de análisis. Los grados de calor nos
informan, por ejemplo, del estado de un enfermo o si nos conviene abrigarnos
antes de salir de casa. Vistas las cosas así, no extrañará que nos preguntemos
¿Puede medirse la temperatura espiritual? ¿puede saberse el grado de Caridad del
que uno goza?
La santidad siempre es un misterio. Recuerdo ahora que, en lejanos tiempos, los
sabios profesores teólogos de la universidad de París, determinaron que nadie podía
estar seguro de si estaba en Gracia de Dios o no. A Juana de Arco, en su inicuo
proceso, se lo preguntaron, pretendiendo con ello poder acusarla de herejía. Ella,
con su ingenua perspicacia de labriega y pastora, asistida por el buen Dios, les
contestó: si lo estoy, a Él le estoy agradecida y si no lo estoy, le ruego me la
conceda. Al tribunal le sorprendió la respuesta y, al ver ella que el escribano no la
recogía, se lo reprochó y hubo de hacerlo.
Pese a que el testimonio de la Doncella de Orleans nos guste e ilumine la cuestión,
continuamos preguntándonos por la bondad de nuestro proceder. El fragmento
evangélico que leemos en la misa de este domingo, nos ilustra con una historieta
que cuenta Jesús y que voy, con todos los respetos, a actualizar.
Un rico empresario fue poco a poco despilfarrando sus activos. No supo, o no quiso,
administrar bien la sociedad que dirigía. Empezaron a devolverle cheques por falta
de fondos y el director del principal banco con el que operaba, le advirtió que sus
deudas eran tremendas, que solicitaría concurso de acreedores, al que seguiría
embargo y tal vez peores situaciones personales, prisión incluida, por delitos de
defraudaciones, apropiación indebida, uso de información privilegiada y un largo
etcétera, que a él le constaba, por haber mandado que investigaran su situación
económica. El encuentro era en un discreto despacho de la entidad bancaria y
recurrió el todavía oficialmente propietario, a súplicas, promesas, invocaciones a
acuciantes necesidades familiares y humillantes lloros.
Se arriesgó el director de la oficina y no denunció ni cortó créditos, por la pena que
le daba la lesión al honor que supondría la quiebra fraudulenta que se avecinaba,
los estudios que deberían interrumpir los hijos del cliente y hasta el hambre al que
se vería abocada la familia.
Salió complacido nuestro protagonista. Con su piso puesto a nombre de su cuñado,
el todo terreno que figuraba como de su primogénito, la finca que pronto heredaría
de su suegra, inscrita por supuesto, a nombre de otro y un capital depositado en un
paraíso fiscal, se podría continuar dando la gran vida.
Se cruzó con un vendedor que le debía el importe de la venta de una partida de
botones de plástico y unos cuantos carretes de hilo, amén de una docena de
cremalleras. Le increpó porque debiendo como le debía dinero, se permitía lucir una
elegante corbata de seda y gafas de sol de marca, le amenazó con denunciarlo si
no le entregaba de inmediato lo que debía a la empresa. Hablaba gritando en plena
calle, el viajante se iba arrugando de vergüenza… Pero la bronca la escuchaba un
apoderado de la entidad, que indignado por aquel proceder injusto, fue a contárselo
al banquero.
No es preciso continuar lo que siguió…
El malvado empresario era incapaz de perdonar, este era su peor delito, aunque no
estuviera recogido en el Código.
El termómetro de la caridad, de la santidad, del buen hacer, es la capacidad de
perdonar. Esta es la respuesta a la cuestión planteada al principio.
Para vuestra tranquilidad, mis queridos jóvenes lectores, os advierto que no es lo
mismo perdonar que olvidar. Lo primero, lo que cuenta, el perdón, es cuestión de
corazón, de amor, de generosidad. A la memoria le pasan cosas chocantes: uno
puede recordar toda la vida un chiste indecente, una situación humillante o el
primer fracaso amoroso y no ser capaz de recordar de recordar la onomástica de su
mejor amigo.
A quien perdonas, le ayudas en sus aprietos, le consuelas en sus angustias y
acompañas en sus opresoras soledades y, poco a poco, observarás que la ofensa se
va convirtiendo en simple anécdota que no impide un trato cordial. Esto es lo que
Dios espera de nosotros, para inundarnos de amor paternal, que siempre es perdón
y Gracia
Padre Pedrojosé Ynaraja