Tiempo y Eternidad
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José Manuel Otaolaurruchi, L.C.
Prisioneros del pasado
Una de las experiencias humanas más difíciles es entender y practicar es el perdón. Este
domingo el evangelio nos coloca de frente a esta realidad incomprensible, que lo queramos
o no, la llevamos bien cargada en la talega de los recuerdos. O ¿existe alguno incólume,
que no haya sufrido el dolor de sentirse ofendido o maltratado ya sea física, moral o
psicológicamente?
El sentido de la justicia y de la igualdad en dignidad las llevamos en la sangre escrita desde
que nacemos y por eso escuece tanto cuando nos vemos burlados, ofendidos o lastimados.
Basta un poco de sentido común para damos cuenta de que el perdón lo tenemos que
practicar en todos los ámbitos: familiar, social o cultural. De niños las peleas entre
hermanos se suceden como cuentas de un rosario. En el trabajo cuántas veces tiene uno que
aguantar a un cliente pesado e inoportuno por la necesidad de mantener el puesto. Detesto
el refrán que dice: “El cliente siempre tiene la razón”. No es cierto, ¡el cliente no siempre
tiene la razón! Todavía recuerdo a un pasajero impertinente ofender a la azafata porque
quería pasar al baño segundos antes de aterrizar el avión. El señor invocaba reiteradamente
sus derechos que le otorgaba el haber pagado su pasaje.
A la ley de talión: “Ojo por ojo y diente por diente”, Jesús propuso el sendero del perdón de
corazón, algo nuevo e insólito en el mundo antiguo. ¿Existe alguna razón para perdonar?
Un motivo tal vez muy humano e incluso egoísta para perdonar es que la persona que no
perdona sufre constantemente en su interior sentimientos de odio, amargura, deseos de
venganza, mucha frustración y pena. “No podemos permanecer prisioneros del pasado”,
‒decía Juan Pablo II‒ la memoria debe purificarse. Esto no significa olvidar todo, sino leer
lo sucedido con sentimientos nuevos. La novedad liberadora del perdón debe sustituir la
insistencia inquietante de la venganza” (Jornada mundial de la paz, 1998).
El perdón sana las heridas y es necesario si se quiere recobrar la paz interior y apaciguar las
pasiones irascibles. El que ofrece el perdón, recibe la paz. Y a modo de colofón les ofrezco
estos versos. “ Dos hermanas parecidas/ de diferente matiz/ la una se llama herida/ y la
otra cicatriz.
Las dos están en el alma/ las dos se llevan con dolor/ arde en la carne la herida/ en el
recuerdo la cicatriz.
Un Amigo las ha curado/ con tiempo y dedicación/ logró el perdón del corazón/ con la
sangre de su costado.
Es Jesús quien ambas sana/ pues las padeció en sí/ Él puede limpiar la herida/ y borrar la
amarga cicatriz”.
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