Comentario al evangelio del Domingo 11 de Septiembre del 2011
Setenta veces siete
La corrección fraterna es una consecuencia
necesaria de nuestra condición imperfecta y pecadora. Pero, a veces, el pecado se convierte en una
realidad que nos ofende o nos hace daño sin remedio. No se trata ya, sólo, de corregir (o dejarse
corregir) para mejorar una conducta imperfecta o nociva (en primer lugar, para el mismo que así
actúa), pero que no es todavía irreparable (de ahí la obligación de la “reparación”, de la corrección).
Ahora se trata de algo más: por activa o por pasiva (hemos hecho o nos han hecho) un daño que ya no
tiene vuelta atrás. No tiene que ser algo enorme o monstruoso, los pecados que hacemos y padecemos
suelen ser menudos, ligados a las situaciones pedestres de nuestra vida, pero no por eso nos resultan
menos dañinos, ofensivos, dolorosos. Hacemos daño sobre todo a los más cercanos, a los que más
queremos, y son ellos los que más nos hacen sufrir. Nuestra vida va acumulando pequeñas heridas,
conflictos enquistados, agravios, desengaños, injusticias (no lo olvidemos, que hacemos y que nos
hacen). Con frecuencia, unas cosas llevan a otras: revanchas, pequeñas venganzas, en forma de
palabras, alusiones, omisiones… Es sobre ese cúmulo de “pecados veniales” sobre el que crecen
después los grandes conflictos, las traiciones, los expolios a gran escala, los abismos duraderos, los
odios irreconciliables, los enfrentamientos entre grupos, pueblos y naciones, las guerras… La dinámica
de acción y reacción suele ser la que se impone en una espiral que acaba por hacer imposible la
convivencia e irrespirable la vida. A pequeña y gran escala no es necesario aducir ejemplos: la vida, la
nuestra personal y la de nuestro mundo, está demasiado llena de ellos. Que cada cual elija a placer.
Sólo el perdón rompe el círculo vicioso de esta dinámica diabólica. El perdón inaugura posibilidades
nuevas e inéditas y permite comenzar de cero. Jesús, Maestro de la misericordia y del perdón, nos
enseña hoy sobre ello aprovechando una pregunta de Pedro. Es una pregunta que, ya en sí misma,
encierra un extraordinario interés. En primer lugar, denota que en el grupo de los discípulos los
conflictos y las ofensas debían ser frecuentes. El modo de preguntar de Pedro nos deja adivinar un
cierto hartazgo: conocemos muy ese “cuántas veces…”: “cuántas veces tengo que decirte…”; “cuántas
veces voy a tener que aguantar…”; “cuántas veces me has hecho la misma faena…”; etc. Además, habla
de perdonar “a mi hermano”, lo que confirma que se trata de relaciones conflictivas con los cercanos.
Pero esto mismo denota que Pedro ya había entendido mucho del mensaje de Jesús: el condiscípulo,
pese a todo, es un hermano, lo que habla de las relaciones familiares que se habían establecido en el
círculo de los discípulos; y la medida del perdón propuesta por Pedro es en extremo generosa: siete
veces no son pocas. Ya sabemos que el “siete” bíblico representa la perfección. Bastaría que nos
examináramos a nosotros mismos sobre la medida de nuestra capacidad de perdón. Perdonar siete
veces al mismo hermano, tal vez por la misma ofensa, posiblemente esté muy lejos de nuestra
capacidad de padecer (que es lo que significa paciencia). Pedro está volviendo por activa la medida
terrible que usaba Lamec para vengar las ofensas: exactamente siete veces (cf. Gn 4, 23-24).
Pero, he aquí que Pedro, que tal vez se ufanaba de su generosidad, se encuentra con una chocante
respuesta de Jesús: no siete veces, sino setenta veces siete. Fácil es entender que si el siete tiene un
sentido simbólico, aquí Jesús no nos está diciendo que perdonemos 490 veces, sino que nuestra
capacidad de perdón no debe tener límites, tenemos que estar dispuestos a perdonar siempre, cada vez
que nuestro hermano nos pida perdón (cf. Lc 17, 4). Ahora bien, una vez más, ante las exigencias
desmedidas que nos propone Jesús, tenemos que preguntarnos si es esto posible, si está a nuestro
alcance, si realmente se puede exigir tanto de nosotros, que somos tan limitados en tantos sentidos.
La parábola que Jesús les cuenta a continuación fue probablemente la respuesta a la cara de asombro
que debieron poner los discípulos al escuchar su respuesta. Es una parábola que nos explica hasta qué
punto la medida del perdón que nos propone es realista, ya que no se nos exige nada que no hayamos
recibido en sobreabundancia. Los 10.000 talentos de la deuda del siervo son una exageración
intencionada. Es una cifra exorbitante, que seguramente excedía la fortuna que pudiera tener nadie en
aquel tiempo. Y, sin embargo, pese a lo extraordinario de la suma (que el siervo moroso había recibido
en préstamo) el rey cede a las súplicas de aquel y se la perdona del todo, no sin perjuicio de sus
intereses. Sin embargo, el siervo, recién aligerado de un peso insoportable y que amenazaba su vida y
la de toda su familia, no fue capaz de aplicar la misma medida ante una deuda mucho más menuda.
Frente a los irreales 10.000 talentos, 100 denarios es una cifra muy realista, a la medida de las
necesidades humanas: un denario podía equivaler al salario diario de un trabajador no cualificado (cf.
Mt 20, 2); con doscientos denarios se podía comprar pan para mucha gente (cf. Mc 6, 37), y con
trescientos, un perfume de primera calidad (cf. Jn 12, 5).
La enorme desproporción entre los 10.000 talentos y los 100 denarios nos habla de la desproporción
infinita entre lo que hemos recibido de Dios y la parte que a nosotros nos toca, también en lo referente
al perdón. Nuestra deuda con Dios es la de aquellos que han recibido de Él dones sin medida, que no se
pueden comprar con nada: la misma vida, la libertad, la salvación en Jesucristo, todo aquello que nos
vincula con Él, la Iglesia, los sacramentos, la comunidad cristiana o la familia, naturalmente, también
el perdón y la vida eterna. Todo ello es literalmente impagable, y todo ello lo recibimos gratis, como
don. ¿Podemos comparar estos regalos que recibimos de Dios por puro amor suyo, con lo que nos
corresponde hacer a nosotros? A veces pequeñas molestias, alguna injusticia menor, real o imaginada,
los defectos de aquellos con los que convivimos producen en nosotros reacciones iracundas e
inmisericordes, como la del siervo que agarraba por el cuello a su compañero, y que nos hacen olvidar
lo mucho que estamos en deuda. La ligereza que le produjo al hombre aquel el perdón del rey no le
sirvió para inclinarse a su vez con misericordia y magnanimidad, a su medida, hacia el que le
suplicaba. Es verdad que existen situaciones muy graves y dramáticas, en las que el perdón resulta más
difícil. Pero, precisamente por ello indica Jesús la enorme desproporción entre lo que Dios nos da y lo
que nos pide. Somos ricos en misericordia, porque Dios la ha derramado sobre nosotros con
sobreabundancia. No podemos ser rácanos en darla a los demás, aunque en ocasiones el “desembolso”
sea notable.
La dificultad del perdón en los casos más extremos nos debe hacer caer en la cuenta de dos cosas muy
importantes: primero, que tampoco a Dios le ha salido gratis el perdón (que nosotros sí que recibimos
gratuitamente), sino que ha pagado un altísimo precio por él. Los 10.000 talentos no son otra cosa que
la sangre de Jesucristo derramada en la cruz. El perdón es gratuito, es gracia, pero debemos
considerarla una “gracia barata”, que podemos tomar a destajo, sin consideración ni gratitud, sino con
veneración y gratitud. En segundo lugar, que esa dificultad del perdón habla precisamente de la
seriedad del mal en todos sus niveles. Si necesitamos del perdón, es porque hay ofensas, en ocasiones
muy graves. Tan graves que han exigido la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios.
La consecuencia de todo esto es que el verdadero perdón, contra lo que se suele pensar, no es cosa de
débiles, sino, al contrario, de fuertes. Ante el mal y la ofensa recibida, lo fácil, lo espontáneo es
responder con un mal equivalente o mayor. El perdón, que consiste en saldar la deuda y reconciliar y
sanar la memoria (lo que a veces requiere un largo proceso), exige una gran fuerza moral, que
recibimos precisamente cuando nos abrimos al perdón que recibimos de Dios. Y, puesto que el mal ya
padecido se nos muestra con el sello de lo irremediable, el verdadero perdón, como única alternativa
positiva y creativa, consiste en el fondo en participar de la misma fuerza creadora y recreadora de Dios.
Ello explica que el primer beneficiario del perdón, además del perdonado, sea el mismo que perdona,
que se reconcilia consigo mismo y se sana de un odio y un rencor que, de otro modo, podrían acabar
destruyéndolo. Por eso dice Jesús que tenemos que “perdonar de corazón” al hermano: el que acoge de
verdad el perdón de Dios, ese tiene un corazón nuevo; mientras el que se niega a perdonar, ni siquiera
cuando se le suplica, ese no está abierto a acoger los dones de Dios. Y si, pese a todo, a veces el perdón
se nos hace tan difícil que nos parece psicológicamente imposible, tenemos que recordar que la
voluntad y el deseo de perdonar ya es una forma de ejercerlo (aunque luego haya que recorrer un cierto
camino), y que ese esfuerzo difícil por el perdón, que a veces nos parece exigirnos la vida, es una
forma de vivir y morir para el Señor, que murió y resucitó para que seamos suyos.
José Maria Vegas, cmf