Domingo XXIII Ordinario del ciclo A.
La corrección fraterna.
Estimados hermanos y amigos:
Considerando que en ciertas situaciones las autoridades de ciertas
sociedades teocráticas han cometido injusticias, existe una gran
desconfianza con respecto al hecho de que los seguidores de las
religiones tengamos unas determinadas obligaciones que aceptar, las
cuales nos caracterizan como miembros de las citadas religiones que
somos. De la misma manera que para poder formar parte de un
determinado partido político tenemos que acatar la forma de pensar y
proceder de los miembros del mismo, si queremos aceptar una religión,
tenemos que acatar los preceptos de la misma, cuyos miembros aceptan
desde la fundación de dicha sociedad, o desde que los dirigentes
espirituales de los tales cambiaron su ideología.
Estamos acostumbrados a vivir según el beneplácito de las mayorías.
El hecho de ser diferentes con tal de poder formar parte de una
religión o de un partido político, puede ser problemático para
nosotros, si, las ideas que queremos que nos caractericen,
-independientemente de que sean justas-, no son compartidas por mucha
gente.
Jesús, en la primera parte del Evangelio de hoy, (MT. 18, 15-20),
nos habla de la corrección fraterna, lo cual, si bien tiene la virtud
de hacer que muchos que aceptan dicha corrección vuelvan a abrazar
nuestra fe universal, también puede aportarnos problemas. La Biblia es
clara con respecto al hecho de que debemos corregir a quienes actúan
incumpliendo la voluntad de Dios, pues, si desobedecemos este
precepto, caerán sobre nosotros las culpas de quienes desobedecen a
nuestro Padre común, por causa de nuestra negativa a corregirlos.
En la Biblia se nos dice que, si corregimos a un pecador, y este no
tiene en cuenta lo que le decimos, el tal podrá incurrir en una falta
que podrá hacerle ser condenado, pero nosotros, por el hecho de
intentar corregirlo, seremos salvos.
El hecho de que intentar corregir a quienes pecan contribuye a
nuestra salvación, no debe aceptarse como un soborno de nuestra parte
a Dios, quien nos concede la salvación de nuestra alma por la grandeza
de la fe que le profesamos, y no por la perfección con que hacemos el
bien. La corrección fraterna tiene el fin de demostrarles a nuestros
prójimos los hombres el deseo que tenemos de que compartan la fe que
nos ayuda a alcanzar la plenitud de la felicidad, mientras aguardamos
la plena instauración del Reino de Dios entre nosotros.
¿Cómo quiere Dios que corrijamos a los pecadores? San Pablo le
escribió unos consejos al obispo Timoteo muy adecuados, los cuales
pueden ayudarnos a lograr el ansiado fin de que nuestros prójimos los
hombres sean salvos.
"No trates duramente a los ancianos. Exhórtalos,, más bien, como
harías con tu padre. Con los jóvenes, pórtate como un hermano. Trata a
las ancianas como a madres, y a las jóvenes como a hermanas, con toda
pureza! (1 TIM. 5, 1-2).
Aunque actualmente los ancianos no son tan respetados como lo eran
en el pasado, con tal de que no sientan que se les trata
irrespetuosamente, en el caso de que incumplan la voluntad de Dios, es
necesario hacerles reflexionar lentamente, con amor, como si fuesen
nuestros padres, con tal que vean que no intentamos manipularlos a
nuestro antojo, sino hacerles entender lo que el buen Dios desea de
ellos.
Quienes quieran exhortar a los jóvenes convenientemente, tendrán
que actuar como si fuesen hermanos y amigos de los tales, porque, si
ven que se les quiere inculcar algún pensamiento a la fuerza, tendrán
la tentación de actuar con gran rebeldía, lo cual inutilizará la
citada exhortación. Los jóvenes son los adultos del futuro, y no
gustan ser tratados como si fueran niños, sino como personas
responsables en quienes se deposita una gran confianza. Recuerden los
padres autoritarios que sus hijos necesitan un voto de confianza y
que, si se equivocan, ello es de humanos, y no ha de quitárseles su
valor personal por hacer algo que nos compete a las personas.
De la misma manera que San Pablo instó a Timoteo a que tratara a
los ancianos como si fueran sus padres, le pidió también que tratara a
las ancianas como si fueran sus madres. Sabemos que los autores
bíblicos estimaban que los hombres son superiores a las mujeres,
aunque, en el citado libro, se insiste bastante en que se respete a
las mujeres, especialmente cuando son ancianas. San Pablo, con tal de
que fueran acogidas las viudas en la Iglesia, instaba a las mismas a
que tuvieran un gran historial de servicio en sus comunidades, para
que, cuando tuviesen necesidades que cubrir, los hermanos cristianos
no las desampararan.
"En cuanto a la auténtica viuda, la que está sola en el mundo,
tiene su esperanza en Dios y vive día y noche ocupada en oraciones y
plegarias... Y que goce de buena fama por haber educado bien a sus
hijos, por haber ejercitado la hospitalidad, por haber acogido con
amor a los creyentes y por haber socorrido a los que sufren. En una
palabra, por haber hecho el bien a todos los niveles" (1 TIM. 5, 5.
10).
Para exhortar a nuestros prójimos, necesitamos ser humildes, y no
pretender ocultar nunca los pecados que hemos cometido. San Pablo nos
da ejemplo de dicha humildad, pues, los predicadores agresivos, no
logran resultados favorables en sus intentos de evangelizar a quienes
les predican.
"Doy gracias a Cristo Jesús, nuestro Señor, porque me ha sostenido
con su fuerza y se ha fiado de mí hasta el punto de ponerme a su
servicio. Y eso que en otro tiempo fui blasfemo y perseguí a la
Iglesia con violencia. Pero como vivía sin fe y no sabía lo que hacía,
Dios tuvo misericordia de mí, y la gracia (se volcó) sobre mí
llenándome de fe y amor cristiano" (1 TIM. 1, 12-14).
Quienes quieran ser un ejemplo para los pecadores, los catecúmenos
y recién bautizados, deben esforzarse por vivir haciendo todo lo que
esté a su alcance para no pecar. Si algunos consideran que la Iglesia
es exagerada a la hora de exigirnos que comulguemos purificados por el
Sacramento de la Penitencia, San Pablo es más exigente que la Iglesia
actual, porque recomienda que los hombres oren purificados del pecado,
y que las mujeres oren despreciando el excesivo apego a las riquezas y
el culto al cuerpo, sin el que parece que la vida carece de sentido en
nuestros días.
"Es, pues, mi deseo que los hombres oren en todas partes con un
corazón limpio, libre de odios y altercados. De manera semejante deben
comportarse las mujeres. Que no se preocupen tanto de lucir peinados
artificiosos, o adornos de oro, o joyas, o vestidos costosos. Deben
contentarse con un vestido decente, haciendo del recato y de la
modestia su auténtico adorno. Las buenas obras son las que han de
distinguir a las mujeres que se precien de creyentes" (1 TIM. 2, 8,
10).
Ya que hace poco tiempo concluyó la J. M. J. de Madrid, recordemos
que también los jóvenes pueden ser cristianos ejemplares, según las
palabras que San Pablo le escribió a su fiel colaborador Timoteo.
"Que nadie pueda hacerte de menos por ser joven. Al contrario, que
tu palabra, tu conducta, tu amor, tu fe y tu limpio proceder te
conviertan en modelo para los creyentes" (1 TIM. 4, 12).
No podremos inculcarles a nuestros prójimos los hombres la
importancia que tiene la salvación que aguardamos, si no se nos ve
esforzarnos para ser santificados por el Espíritu Santo.
"Vigila con cuidado tu vida y tu enseñanza; sé constante;
haciéndolo así, te salvarás tú y salvarás a tus oyentes" (1 TIM. 4,
16).
Si fuéramos cristianos ejemplares, muchos se salvarían imitando
nuestro ejemplo de fe viva, porque, nuestra forma de actuar, sería
para los cuales, la mejor prueba de la existencia de Dios.
Jesús nos dice en el Evangelio de hoy que, si al exhortar a un
creyente, el mismo desoye nuestra reprensión, que le exhortemos
delante de un par de testigos que, cuando le llevemos a la Iglesia,
testifiquen sobre cómo le hemos reprendido, y sobre su insistencia en
no cambiar de conducta. Hay religiones cuyos dirigentes tienen la sana
costumbre de corregir a los pecadores delante del común de los
hermanos en sus reuniones o asambleas, para que todos los creyentes
eviten la imitación de los tales, pensando en la vergüenza que les
produciría, el hecho de ser reprendidos en público. San Pablo apoya
esta práctica.
"Reprende públicamente a los que pequen. Así escarmentarán los
demás" (1 TIM. 5, 20).