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HOMILÍA
24° DOMINGO TIEMPO ORDINARIO CICLO A
Lecturas Bíblicas:
Ecli. 27, 30-28
Carta de san Pablo a los cristianos de Roma 14, 7-9
Evangelio según san Mateo 18, 21-35
SOMOS DEUDORES INSOLVENTES
Mucho se ha hablado de la deuda que los países pobres, como Argentina,
tienen con otras naciones o acreedores ricos. Hoy en día se habla también de
deuda de Estados ricos con otros más ricos, lo que ha llevado a la última crisis
económica del “primer mundo”
Cuando esa deuda externa se traducía en números, siempre costaba hacerse
una idea del monto al que se refería. Las cifras esas siempre representaban
una deuda desmesurada, incalculable, inimaginable para el cómputo de un
ciudadano medio. En la situación económica actual de nuestro país,
compramos electrodomésticos, un automóvil y hasta una casa en cuotas y
solemos endeudarnos a pagar en varios meses y hasta en años, pero al
menos nos hacemos una idea de lo que debemos, porque representa
siempre un porcentaje de nuestros ingresos.
La parábola de Jesús que encontramos en el relato del evangelista san Mateo
que hemos proclamado hoy, se podría titular “parábola del deudor
insolvente”, nombre que parece más apropiado a otro del estilo de “parábola
del acreedor implacable”, ya que el protagonista no es el siervo perdonado
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pero duro para perdonar, sino el rey, que representa a Dios, que es acreedor,
pero este título de implacable, sin disposición para el perdón de la deuda, no
pinta adecuadamente a la misericordia divina.
Se trata de una parábola que describe el reino de los cielos, más
precisamente: el trato que Dios Padre dará a los que no perdonan de corazón
a sus hermanos.
Hay dos escenas y la historia repetida es la de una deuda a pagar o a
condonar.
En la primera escena, el acreedor es el rey y el deudor uno de sus servidores.
En ese caso, la deuda que el servidor tiene con el rey es de “diez mil monedas
de oro”. En la intención de la parábola de Jesús, esa cantidad es
inconmensurable, inimaginable, desmesurada, tanto como nos cuesta pensar
los números de la deuda externa de un país pobre como el nuestro.
El servidor “no tenía con qué pagar”, no podría hacerlo, era una deuda que
estaba fuera de su alcance hasta calcularla. Así le ocurre a los pobres. El rey,
en un primer movimiento, se quiere cobrar apropiándose de todas las
posesiones del siervo, e incluso vendiendo a la mujer y a los hijos de éste. Si
en la época en que Jesús dijo esta parábola, estaba en uso la compraventa de
esclavos, a pesar de los progresos de la humanidad en tanta historia pasada
desde entonces, bien sabemos que hoy día sigue habiendo compraventa de
personas humanas como mercancía y nuevas formas de esclavitud: para la
prostitución, bancos de órganos, venganzas mafiosas que se cobran deudas
con homicidios
El servidor ruega al rey, de rodillas, y le suplica un plazo para saldar su deuda.
En su desesperación, poco importa reconocer si con un plazo más largo será
imposible pagar esa deuda inconmensurable. Este detalle: que el servidor
suplica un plazo, reviste particular importancia para el mensaje central de la
parábola, o sea, que Dios perdona la deuda infinita que el hombre tiene con
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Él, si antes el hombre se arrepiente y pide perdón, una condición
indispensable para el don gratuito de la misericordia de Dios.
La deuda del hombre con Dios, la deuda de nuestros pecados, es infinita, y
nuestra condición es miserable. Somos deudores insolventes. No tenemos
nada, todo lo que somos y poseemos es propiedad y don del mismo Dios.
Pero, mediando nuestro arrepentimiento, el reconocimiento de nuestra
deuda, y nuestra disposición a perdonar a nuestros hermanos, Dios es
magnánimo, Dios sigue siendo fiel a Sí mismo, Él es Don, regalo para el
hombre, y jamás se arrepiente de ser Bueno y Misericordioso.
Lo que en la primera escena de la parábola se presenta como un cambio en la
actitud del rey, manifiesta más bien la estabilidad de Dios en la actitud
compasiva, en la disposición a perdonar. El siervo le pidió un plazo para pagar
su deuda y el rey le da más de lo que pide, le perdona la deuda y lo deja en
libertad.
En la segunda escena de la parábola, aquel siervo se encuentra con un
compañero, de su mismo rango. El primer siervo acá ya no cumple el rol de
deudor sino que es acreedor. Y el segundo servidor le debe a aquel una suma
estimable, inmensamente más reducida, cien monedas. La actitud del siervo
acreedor, no obstante había tenido la experiencia del perdón de una deuda
suya con el rey muy superior, a pesar de que su compañero le ruega que le
conceda tiempo para pagarle, lo toma del cuello con violencia, exigiéndole
que salde su deuda, y lo manda a la cárcel hasta que pague.
La disparidad entre las actitudes de los dos acreedores es increíble. El siervo
fue perdonado, pero no está dispuesto a perdonar; experimentó la
compasión, pero no es capaz de compadecerse él mismo del otro.
Y el final de la historia nos muestra el castigo que el rey le dio al servidor que
no supo perdonar. Vuelve a cambiar de actitud, de compasivo a indignado, le
señala al “siervo implacable” la incoherencia de su conducta, y le aplica el
mismo castigo que aquel había dispuesto para su compañero.
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El mensaje de la parábola compara el magnánimo corazón de Dios con la
miseria y mezquindad del corazón del hombre. Deudores insolventes, ¿cómo
podríamos pagar la deuda infinita que Dios está dispuesto siempre a
condonarnos, si media el arrepentimiento y el perdón a nuestros hermanos?
El Maestro se propone responder mediante la parábola a la pregunta de
Pedro “si mi hermano me ofende, cuántas veces debo perdonarle hasta
siete veces?”, es decir algunas veces , contadas veces, ¿cuál es el límite más
allá del cual ya no perdonamos más?
No hasta siete veces sino “hasta setenta veces siete”, es decir siempre , sin
tope, le respondió Jesús. E ilustra su respuesta con la parábola de los dos
acreedores y los dos deudores.
Dios perdona siempre , mediando el arrepentimiento, un arrepentimiento
auténtico, completo, Dios perdona siempre.
Esta imagen de Dios es ampliada por los versículos del salmo 102 que la
liturgia intercala hoy entre la primera y segunda lectura “El Señor es
compasivo y clemente, lento a la ira, rico en amor, no está siempre litigando
ni guarda rencor perpetuo. No nos trata según nuestros pecados ni nos paga
conforme a nuestras culpasSe enternece como un padreel amor del Señor
dura siempre”
Dios perdona a sus hijos siempre, y espera de sus hijos que perdonemos
siempre, siempre, a nuestros hermanos. La experiencia de ser perdonado
gratis, ayuda al hombre a aprender a perdonar.
En la primera lectura, el libro del Eclesiástico, en una etapa avanzada de la
revelación divina del Antiguo Testamento, había preparado la revelación
divina en su plenitud: debes perdonar, porque la misma medida que usas
para perdonar a tu hermano, será usada con vos para el perdón que recibas
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de Dios. El verso central del texto es éste “Perdona la ofensa a tu prójimo, y
se te perdonarán los pecados cuando lo pidas” (Eclo 28, 2), pero hay otra
sentencia muy importante “Piensa en tu fin y acaba con tu enojo” (Eclo 28,
6).
En contraposición con el mensaje evangélico, hoy parece que el mensaje que
nos da el mundo es éste: no perdones, si perdonas cometes una injusticia,
busca, indaga los pecados de tu hermano, acúsalo, “saca los trapitos al sol”,
destruye su fama, no importa que se haya arrepentido y que haya reparado
sus delitos. No puede haber perdón porque sería un signo de debilidad.
Pareciera, incluso, que en una suerte de avance dialéctico, no se admitiera el
perdón porque éste quitaría al hermano el título de enemigo y adversario, y
sin conflicto no avanza la humanidad.
Se dice que no debe haber olvido de las faltas ajenas, pero no se confiesan
las propias; no hay olvido de los delitos, pero falla la memoria del perdón de
Dios que todos siempre recibimos. El hombre de hoy se asemeja al siervo
implacable de la parábola , fue perdonado de una deuda infinita pero es
despiadado y condena a su hermano.
No es de extrañar que, habiéndose perdido el sentido de Dios, se esté
perdiendo el sentido del perdón. Si el hombre reconoce a Dios y admite la
distancia infinita que hay entre el Creador y la creatura, entonces comprende
que todo en el hombre es don desproporcionado de Dios, y que de Dios
recibe, gratis, el perdón inmensurable por sus faltas.
Al perdón, cuya motivación última debe ser la caridad, se le niega hoy hasta
su condición de ser la base para una convivencia pacífica , para una
construcción social. Sin perdón, no hay vida social. Si no hay perdón, no se
construye, se destruye. De modo que, aunque sea por interés , debemos
aprender a perdonar.
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Entonces, lo que erróneamente pensó Hobbes que era el estado original de la
humanidad cuando escribió: “el hombre para el hombre un lobo” , terminará
siendo el desenlace fatal de su historia. Y como la historia temporal es una
preparación para el reino de Dios en su etapa escatológica, ¿qué le espera a
la humanidad al comparecer ante el supremo Juez?, ¿qué le espera a los
hombres que hayan renegado de la imagen y semejanza de Dios que es
Amor?, ¿qué podemos esperar estos deudores insolventes, de la misericordia
de Dios, si no nos arrepentimos de verdad de nuestros pecados y si no
perdonamos a nuestros hermanos?
Pbro. Hernán Quijano Guesalaga,
Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús
y Capilla Policial San Sebastián,
Paraná, Argentina
Sábado 10 y domingo 11 de septiembre de 2011