Domingo XXV Ordinario del ciclo A.
Nuestro Dios ama la justicia.
Estimados hermanos y amigos:
El texto evangélico que la Iglesia nos invita a meditar en esta ocasión (MT. 20, 1-
16), nos recuerda que la justicia de Dios es superior a la nuestra, y que debemos
hacer lo posible por evitar el hecho de mantener confrontaciones estériles con
nuestros hermanos cristianos cuya fe difiere de la nuestra, porque, aunque todos
creemos que nuestra religión es la verdadera, debemos aplicarnos las siguientes
palabras que San Pablo le escribió a su colaborador, el obispo Timoteo:
"Evita las controversias estúpidas e ineducadas, que sólo engendran altercados"
(2 TIM. 2, 23).
Imaginemos que mantenemos una confrontación con alguien que piensa que
Jesús no es Dios. Mientras que las dos partes exponemos nuestras razones sin
convencernos, puede haber quien nos escuche y, al ver que no nos ponemos de
acuerdo, puede llegar a la conclusión de que Dios no existe. Es verdad lo que San
Pablo afirma en la citada Carta que le escribió a su colaborador Timoteo:
"Quien sirve al Señor no puede ser pendenciero; al contrario, debe ser amable
con todos, buen educador y sufrido. Ha de corregir con dulzura a los contradictores.
¡Quién sabe si no les concederá Dios ocasión de convertirse y conocer la verdad;
quién sabe si no entrarán en razón y conseguirán escapar de la trampa en que el
diablo les tiene atrapados y sometidos a su antojo!" (2 TIM. 2, 24-26).
Aunque no nos pongamos de acuerdo con nuestros hermanos separados para
mantener las mismas creencias, en cuanto nos sea posible, debemos mantener
buenas relaciones con aquellos que, aunque piensen que su religión es la que debe
prevalecer sobre las demás por haber sido fundada por Dios Padre o nuestro Señor
Jesucristo, no desprecien a quienes no formen parte de sus iglesias o
congregaciones. Lo nuestro es dar razón de nuestra esperanza con dulzura, sin
despreciar a quienes no comparten nuestras creencias, en atención a las palabras
de San Pedro:
"Glorificad en vuestro corazón a Cristo, el Señor, estando dispuestos en todo
momento a dar razón de vuestra esperanza a cualquiera que os pida explicaciones.
Pero, eso sí, hacedlo con dulzura y respeto, como quien tiene limpia la conciencia,
para que la evidencia misma de la calumnia confunda a quienes denigran vuestra
buena conducta cristiana" (1 PE. 3, 15-16).
Los lectores inmediatos de las cartas de San Pedro, vivieron en un tiempo en que
los cristianos eran perseguidos, por causa de la fe que profesaban, no sólo porque
los despreciaban los hermanos de raza de Jesús, sino porque sus creencias
chocaban frontalmente con algunas creencias difundidas por el Imperio de Roma.
San Pedro instó a sus lectores a que testimoniaran su fe con dulzura y respeto, a
fin de que, la bondad de sus palabras, y el buen testimonio dado por su forma de
proceder, evidenciaran la falsedad de las acusaciones que muchas veces les hacían
ser maltratados y asesinados.
En la actualidad, aún existe la persecución contra los cristianos en algunos
países, pero también hay cristianos que se sienten acosados cuando en realidad no
están siendo perseguidos, aunque en su entorno se les reprocha su forma de
proceder, de la que se cree que no es apropiada para abogar por la dignidad a que
todos tenemos derecho. Es verdad que muchos están empeñados en obligarnos a
no manifestar nuestra religiosidad públicamente, lo cual entiendo que no es
negativo, a no ser que queramos utilizarla para obtener beneficios de algún tipo, o
para vulnerar los derechos de que todos debemos ser partícipes.
¿Les anunciamos a nuestros oyentes -o lectores- el Evangelio con dulzura y
respeto, intentando no forzarlos a mantener nuestras creencias descargando
nuestra ira sobre los tales, porque Dios es el único que tiene poder para
amoldarnos a su voluntad sin causarnos sufrimientos?
¿Saben quienes nos ven que las obras que llevamos a cabo están inspiradas en la
fe que profesamos, o creen que somos fanáticos peligrosos e irremediables de los
que deben cuidarse?
Jesús nos dice en el Evangelio de hoy:
"«En efecto, el Reino de los Cielos es semejante a un propietario que salió a
primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña. Habiéndose ajustado
con los obreros en un denario al día, los envió a su viña" (MT. 20, 1-2).
Jesús utilizaba parábolas con significación propia para predicarles el Evangelio a
sus coetáneos evitando el hecho de mantener discusiones estériles e interminables
con ellos. El propietario mencionado por nuestro Señor en la parábola que estamos
meditando, es Dios, quien, desde que creó a la humanidad, se ha esforzado en
hacernos comprender que no podremos alcanzar la plenitud de la felicidad, hasta
que vivamos en su presencia.
¿Qué significado tiene la primera hora de la mañana en que el citado propietario
salió a contratar trabajadores para que trabajaran en su viña? Dicha hora, hace
referencia a los hermanos de raza de nuestro Salvador, los cuales fueron los
primeros que, según la Biblia, tuvieron la dicha de conocer la existencia de nuestro
Padre común. Como veremos seguidamente, el propietario contrató a otros
trabajadores a diferentes horas del día, los cuales nos simbolizan a los no judíos,
que hemos creído en Yahveh.
Mientras que el propietario les dijo a quienes contrató a primera hora el sueldo
que les iba a pagar por prestarle sus servicios, los que empezaron a trabajar
después, lo hicieron aventurándose a percibir una pésima cantidad, la cual no les
permitiera ni comprar algunos alimentos para sus familiares y para sí mismos. Los
judíos, por causa de los textos del Antiguo Testamento, deberían tener más causas
que los cristianos para creer en Jesús, el Mesías que ellos aún siguen esperando,
porque sus autoridades religiosas se negaron a aceptarlo, cuando aconteció su
primera venida al mundo.
El denario que el propietario les ofreció a los trabajadores, -el cual es una
moneda de ínfimo valor-, representa la forma en que vivimos la fe que profesamos,
porque hay ocasiones en que, nos esforzamos tan poco en formarnos
espiritualmente, en practicar lo aprendido mediante el estudio y en orar, como en
caminar diez kilómetros para que nos den unos cuantos céntimos. Cuando sufrimos
por cualquier causa, en vez de comprender que se nos tambalea el edificio de la fe
porque no nos esforzamos en mantenerlo, nos enfadamos con Dios, porque
creemos que nos maltrata injustamente, como si tuviéramos derecho a amoldarlo al
cumplimiento de nuestros caprichos.
"Salió luego hacia la hora tercia y al ver a otros que estaban en la plaza parados,
les dijo: "Id también vosotros a mi viña, y os daré lo que sea
justo." Y ellos fueron. Volvió a salir a la hora sexta y a la nona e hizo lo
mismo. Todavía salió a eso de la hora undécima y, al encontrar a otros que estaban
allí, les dice: "¿Por qué estáis aquí todo el día parados?" Dícenle: "Es que nadie nos
ha contratado." Díceles: "Id también vosotros a la viña." Al atardecer, dice el dueño
de la viña a su administrador: "Llama a los obreros y págales el jornal, empezando
por los últimos hasta los primeros."" (MT. 20, 3-8).
El propietario que protagoniza la parábola evangélica que estamos considerando,
actuaba con criterios diferentes a los que mueven a cualquier empresario, así pues,
en vez de contratar a los trabajadores que necesitaba, les dio trabajo a todos los
desempleados que encontró en su camino, y, en vez de dividir el denario que les
prometió a los primeros entre el número de horas que cada cuál había
desempeñado su labor, retribuyó a todos, como si hubieran desempeñado su
trabajo durante el mismo tiempo.
Existen razones totalmente comprensibles por las que cualquier empresario no
puede permitirse el lujo de imitar al propietario de la parábola de Jesús que
estamos meditando. Dado que para Dios todos somos iguales, independientemente
de que seamos judíos, El nos recompensará a todos con la vida eterna y
permitiéndonos vivir en la presencia de nuestro Padre común, a no ser que se dé el
caso de que despreciemos su invitación.
Al leer los Hechos de los Apóstoles, nos percatamos de que, los judíos estaban
totalmente seguros de que Yahveh siempre los consideraría superiores a los
extranjeros, a quienes consideraban como si fuesen perros. Esta es la razón por la
que algunos hermanos de raza de nuestro Señor tuvieron serios reparos en aceptar
que los gentiles profesaran la fe cristiana, la cual sólo querían compartirla entre sus
iguales. Desgraciadamente, la discriminación entre creyentes y no creyentes,
también se ha hecho sentir en el Cristianismo notablemente, así pues, recordemos,
-a modo de ejemplo-, que, durante siglos, los católicos han mantenido la creencia
de que quienes no compartían su fe no podían ser dignos de la salvación, ni aunque
los tales fueran niños muertos al nacer, a quienes sus padres no tuvieron tiempo de
bautizar.
Cuando, en el Juicio Universal simbolizado al final de la parábola que estamos
considerando, los judíos se percataron de que Dios era misericordioso con los
extranjeros, -los cuales tuvieron fe menos tiempo que ellos-, se obstinaron en que
merecían un rango superior al de los paganos.
"Vinieron, pues, los de la hora undécima y cobraron un denario cada uno. Al venir
los primeros pensaron que cobrarían más, pero ellos también cobraron un denario
cada uno. Y al cobrarlo, murmuraban contra el propietario, diciendo: "Estos últimos
no han trabajado más que una hora, y les pagas como a nosotros, que hemos
aguantado el peso del día y el calor." Pero él contestó a uno de ellos: "Amigo, no
te hago ninguna injusticia. ¿No te ajustaste conmigo en un denario? Pues toma lo
tuyo y vete. Por mi parte, quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿Es que no
puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy
bueno?". Así, los últimos serán primeros y los primeros, últimos.»" (MT. 20, 9-16).
No queramos amoldar a Dios al cumplimiento de nuestros deseos, pues existe
una poderosa razón, para que seamos nosotros quienes nos adaptemos al
cumplimiento de la voluntad de nuestro Santo Padre, porque su amor y su justicia
son la esperanza que evita que perdamos la fe que nos caracteriza.