Domingo XXIV Ordinario del ciclo A.
El perdón de los pecados.
Estimados hermanos y amigos:
Os pido disculpas a quienes os servís de mis reflexiones, tanto para meditar la
Palabra de Dios en los grupos de liturgia y oración a que pertenecéis, como para
reflexionar personalmente, pues he tenido que reparar mi ordenador, lo cual me ha
impedido haceros los envíos con más antelación.
El tema del pecado es muy polémico para ser estudiado en nuestros días, porque
vivimos en un tiempo en que no todo el mundo acepta la forma en que
tradicionalmente la gran mayoría de religiones cristianas predican haciendo
referencia al tema que nos ocupa, pretendiendo hacernos creer que somos malos
por naturaleza, pues esta enseñanza se desprende del capítulo tres del Génesis, -el
primer libro de la Biblia-, si interpretamos dicho texto literalmente. San Pablo fue
un gran promotor de la idea de que, como nuestros ancestros Adán y Eva pecaron,
nosotros, -sus herederos-, estamos hechos del mismo barro de nuestros primeros
padres, -es decir-, somos tan pecadores, como lo fueron ellos.
Con el paso de los siglos, muchos hemos aprendido a interpretar los textos
bíblicos en que se nos informa de nuestra maldad con cierta delicadeza, porque,
San Pablo, les escribió a los cristianos de Corinto:
"Si pretendiera gloriarme no haría el fatuo, diría la verdad. Pero me abstengo de
ello. No sea que alguien se forme de mí una idea superior a lo que en mí ve u oye
de mí" (2 COR. 12, 6).
Leyendo el versículo bíblico que hemos recordado y otros textos de San Pablo,
nos percatamos de que el citado Santo se sabía merecedor de la estima tanto de
Dios como de sus hijos, tanto por la extraordinaria labor que desempeñó fundando
iglesias a lo largo del Imperio romano, como por causa de sus padecimientos, y de
las revelaciones que tuvo de parte de Dios. A pesar del citado merecimiento, San
Pablo no dejaba de ser humilde, temiendo que, el excesivo apego a su amor propio
y a las vanidades de este mundo, dictaran su condenación eterna.
¿Somos pecadores irremediables? En su tiempo, San Agustín les hizo sufrir
mucho a los creyentes cuyos hijos habían muerto sin recibir el Sacramento del
Bautismo, haciéndoles creer a los tales que sus descendientes tendrían que
permanecer eternamente en el limbo, privados de la visión de Dios, porque, aunque
no habían cometido pecados personales porque murieron al nacer, nadie les
quitaría la mácula del pecado original. Aunque actualmente el Catecismo de la
Iglesia Católica afirma que quienes desconocen a nuestro Dios podrán aspirar a la
salvación, hubo un tiempo en que la creencia difundida entre los creyentes era
totalmente opuesta al pensamiento actual.
¿Somos pecadores irremediables? Es difícil encontrar a una persona que no haya
ejecutado una acción careciendo del conocimiento de la maldad de la misma. En
este sentido, San Juan escribió en su primera Carta:
"Si alardeamos de no cometer pecado, somos unos ilusos y unos mentirosos" (1
JN. 1, 8).
En el Catecismo de la Iglesia Católica, leemos:
"Frente al objeto (de nuestras acciones), la intención se sitúa del lado del sujeto
que actúa. La intención, por estar ligada a la fuente voluntaria de la acción y
determinarla por el fin, es un elemento esencial en la calidad moral de la acción"
(CF. CIC. 1752).
Si llevamos a cabo una acción de la que sabemos que es contraria a la voluntad
de nuestro Padre común, cometemos un pecado, pero si actuamos de manera que
no nos percatamos del mal que hacemos, en tal caso, no se nos debe acusar de ser
pecadores, porque no actuamos con la intención de hacer el mal, aunque, al
percatarnos de que nos hemos equivocado, tenemos la opción de enmendar
nuestros errores, tanto para bien de nuestros prójimos y nuestro, como para
glorificar a Dios.
Jesús, en el Evangelio de hoy, nos hace comprender, que debemos perdonar
siempre, a quienes nos ofenden. Sabemos que tenemos más facilidad para recordar
el mal que nos han hecho que las obras buenas que nuestros prójimos han llevado
a cabo en nuestro beneficio. Perdonar no significa olvidar, pues hay gente de la que
tenemos que cuidarnos a la que, aunque no debemos guardarle rencor, porque el
resentimiento puede hacernos daño, mientras los tales ni siquiera saben que lo
sentimos, tenemos que cuidarnos de ellos.
El administrador avaro del que Jesús nos habla en la parábola que meditamos en
esta ocasión (MT. 18, 21-35), -según los cálculos realizados por el traductor de la
Biblia de Torres Amat-, tenía una deuda de 348587 euros aproximadamente, y su
señor lo perdonó, porque sabía que nunca podría pagarle semejante cantidad de
dinero, que el rey Herodes tardaba en ganar en torno a diez años. Este
administrador, en vez de perdonarle a su deudor la insignificancia de 0,60 euros
(según la citada versión de la Biblia de Torres Amat), lo acosó para que le pagara el
dinero que le debía inmediatamente. El citado administrador perdió la consideración
que su señor le mostró, cuando el mismo comprobó que no fue capaz de perdonar
una deuda insignificante.
Cuando rezamos la oración que nos enseñó Jesús, -el Padre nuestro-, le decimos
a nuestro Padre común:
"Y perdónanos nuestras deudas (ofensas), así como nosotros hemos perdonado a
nuestros deudores" (MT. 6, 12).
Jesús nos dice:
"«Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a
vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco
vuestro Padre perdonará vuestras ofensas" (MT. 6, 14-15).
Si se nos ha dicho que Dios perdona todos nuestros pecados, -excepto las
blasfemias contra el Espíritu Santo-, ¿Por qué nos impone condiciones tan difíciles
de aceptar, como la obligación de perdonar a quienes han convertido el hecho de
vulnerar nuestros derechos en el sentido de su vida? Perdonar no significa olvidar,
y, el hecho de guardar rencor, atenta contra nuestra felicidad. Si no les guardamos
rencor a quienes nos hacen mal, nos ocuparemos en tener otros pensamientos más
productivos y agradables, lo cual, se adecua a la voluntad del Dios que desea
concedernos la plenitud de la felicidad.
¿Nos es difícil perdonar el daño que se nos ha hecho? San Pablo les escribió a los
cristianos de Roma:
"Alegraos con los que se alegran; llorad con los que lloran. Tened un mismo
sentir los unos para con los otros; sin complaceros en la altivez; atraídos más bien
por lo humilde; no os complazcáis en vuestra propia sabiduría. Sin devolver a nadie
mal por mal; procurando el bien ante todos los hombres: en lo posible, y en cuanto
de vosotros dependa, en paz con todos los hombres; no tomando la justicia por
cuenta vuestra, queridos míos, dejad lugar a la Cólera, pues dice la Escritura: Mía
es la venganza: yo daré el pago merecido, dice el Señor. Antes al contrario: si tu
enemigo tiene hambre, dale de comer; y si tiene sed, dale de beber; haciéndolo
así, amontonarás ascuas sobre su cabeza (lo avergonzarás al equiparar tu bondad
con su maldad). No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el
bien" (ROM. 12, 15-21).
Vivimos muy ocupados de nuestras obligaciones, pero ello no tiene que suceder
porque somos egoístas, sino porque tenemos más responsabilidades de las que
podemos sobrellevar. Es verdad que hay quienes trabajan hasta agotarse porque lo
más importante en su vida es enriquecerse, pero también hay quienes trabajan, no
porque son extremadamente ambiciosos, sino porque, si pierden la oportunidad de
seguir realizando su actividad laboral, tendrán que enfrentarse a los efectos
trágicos de la pobreza. Cuando a alguien le sucede lo que consideramos una
desgracia, puede suceder que su infortunio se difunda, pero, si le sucede algo
bueno, solo quienes le aprecien se alegrarán de ello. ¿Cómo podemos alegrarnos
con los que se alegran y entristecernos con los que sufren?
¿Cómo podremos tener los mismos sentimientos con quienes nos aman como con
quienes nos desprecian o no hemos tenido la oportunidad de tratarlos y ver qué
clase de personas son? Es cierto que no podemos confiar plenamente en todo el
mundo, pero sí podemos tratar a la gente amablemente, y llevar a cabo todas las
obras benéficas que podamos, pues ello, además de proporcionarnos la satisfacción
de hacer algo bueno, aumentará considerablemente nuestro círculo de relaciones.
¿Cómo vamos a despreciar la altivez y complacernos en la humildad, si vivimos
en un mundo cuyo primer objeto es el alcance del goce pleno de los bienes
materiales? Sin despreciar los bienes que podamos alcanzar, podemos compartir
parte de los mismos con nuestros prójimos, especialmente con aquellos cuya
condición económica es inferior a la nuestra.
Cuando San Pablo nos insta a no complacernos en nuestra propia sabiduría, no
hemos de entender que tenemos que despreciar los conocimientos extrarreligiosos
que tenemos, sino que tenemos la posibilidad de adaptar los mismos, al
cumplimiento de la voluntad de Dios.
San Pablo nos dice que, en lo que de nosotros dependa, debemos vivir en paz con
todos los hombres. ES interesante el hecho de reflexionar sobre las palabras "en lo
que de vosotros dependa", porque quizá nos sucede que llevamos años
enemistados con amigos del pasado e incluso familiares, no porque les guardamos
rencor, sino porque los tales no están de acuerdo con nuestra forma de proceder.
Hasta que una de las partes en conflicto no sea condescendiente con la otra, es
necesario permanecer separados, para evitar roces que empeoren la calidad y
calidez de las ya débiles relaciones.
Hace varios años, los padres de una joven que fue asesinada, empezaron a
investigar quienes habían asesinado a su hija, con tal de hacer todo lo que
estuviera a su alcance, para que los tales pagaran su crimen. Es comprensible y
aceptable el hecho de aplicarles la justicia humana a quienes incumplen las leyes,
pero San Pablo nos dice que, a pesar de este hecho, que les hagamos bien a
quienes nos maltratan, haciendo el intento de no deteriorar las relaciones que
mantenemos con los tales, en la medida que ello nos sea posible, por cuanto, la
mantención de dichas relaciones, no depende totalmente de nosotros.
Concluyamos esta meditación, pidiéndole a nuestro Padre común, que, al
aprender a perdonar a quienes nos han herido, encontremos la paz que tanto
anhelamos.