Ciclo A. XXIV Domingo del Tiempo Ordinario
Mario Yépez, C.M.
Hablar del perdón nos resulta siempre muy difícil aunque podamos reconocer al
menos en idea que es lo mejor que deberíamos hacer para no cargar pesos
innecesarios toda la vida. La experiencia del hombre está tejida desde nuestra
fragilidad pecadora en medio de circunstancias que nos requieren pedir perdón y
ser perdonados. Pero la experiencia de fe nos invita a realizarlo desde una alta
concepción religiosa: Dios no pide que perdonemos a los demás como reflejo de su
acción misericordiosa manifestada en nosotros. Todos sabemos, porque está
correctamente señalado en el catecismo, que aquella petición del Padre nuestro,
que habla sobre el perdón es una sola: “perdona nuestras ofensas como también
nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Está correctamente recogido de la
Sagrada Escritura y que hoy tenemos el gusto de escucharlo. La enseñanza del
Eclesiástico acerca del perdón está muy enraizada en la concepción religiosa del
Antiguo Testamento, pero tiene aquella connotación de la “experiencia de la vida” y
que es en definitiva lo que conduce a la sabiduría, a la felicidad, a la estabilidad
personal. Hay dos cosas muy llamativas en este fragmento: ¿cómo uno puede pedir
perdón a Dios si no lo ofrece al prójimo? y “acuérdate de tu fin y deja de odiar”. La
coherencia del perdón es una exigencia sin lugar a dudas. Exige para la vida del
cristiano y aunque no es el vehículo mejor deseado, el autor de este escrito, intenta
hacer reaccionar al creyente a no dejar pasar los días de la vida con el peso de un
odio que puede llevarle a encontrarse con la muerte y, en esa circunstancias, el
corazón deshecho por el odio. Es indudable, que quienes han vivido esta exigencia
de fe hablan de la paz y la alegría que les embargaba luego de hacerlo. San Pablo,
aquel que sintió en carne propia la misericordia de Dios y tuvo motivos, si
quisiéramos proyectar desde nuestros conceptos humanos, para luego odiar a
quienes se le oponían vivamente a su apostolado; habla de una coherencia en el
pensar y sentir. Ya no nos pertenecemos a nosotros mismos, somos de Cristo. Esto
nos hace diferentes; no para creernos la mejor especie de toda la humanidad; sino
más bien, responsabilizarnos por irradiar la paz del corazón que muchos buscan
pero no la encuentran porque no se han encontrado con Cristo, y por tanto, les es
difícil perdonar y ser perdonados. El Señor es compasivo y misericordioso ¿y
nosotros? El evangelista trae a la mente aquella parábola del perdón suscitado por
la intervención de Simón Pedro ante una pregunta fundamental de quien desea
exigirse como discípulo de Cristo: ¿Cuántas veces tengo que perdonar?
Nuevamente, el tema del hermano, del prójimo, está en juego. No olvidemos la
intención de este evangelio: recoger el sentido comunitario de la fe. ¿Podemos
llegar a exigir que Dios nos perdone cuando no nos interesa perdonar al prójimo?
Pues a veces, resulta complicado aceptarlo. Podemos incluir en este tema
merecimiento; maldad determinada; daño irreparable al menos para esta vida; y
tantos otros justificantes pero siempre está en juego el perdón. Y el perdón trae
frutos, frutos particulares, especiales y en ellos no siempre coincidirá con la justicia
de los hombres ni conformismo ante lo sucedido. Podemos equiparar situaciones:
matando a quien mató, recuperando lo suyo a quien le robó, encontrando un raro
gusto porque le pasó algo malo a quien nos hizo daño; pero no sé si realmente
sentiremos paz, redención, morir con Cristo para vivir con él. Me animo a creer que
en la nebulosa del sufrimiento tenemos que encontrar alguna significancia, alguna
razón; tiene que haber algún camino de redención y felicidad; para quien lo sufre y
para quien lo provoca, y un medio para irlo evidenciando en nuestra vida, una vida
que da tantos giros, es el perdón. Quizá muchos tengan que perdonar mucho más
otros tal vez menos; esto nos exige llenar el corazón de amor, porque si no
tenemos amor suficiente; ni en uno ni en otro caso podremos perdonar ni siquiera a
nosotros mismos. Pidamos a Dios que nos conceda la gracia de llenarnos de su
amor, solo de su amor; si hay que perdonar en su momento lo reflexionaremos y
los trataremos de practicar; solo hay que pedir día a día que sepamos amar como
Cristo nos amó; amar nuestra vida, amar la vida de los demás, amar en definitiva a
Dios. No olvidemos: “A quien mucho amó, mucho se le perdonará” y mejor aún
“quien mucho ama, mucho podrá perdonar”.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)