Ciclo A. XXIV Domingo del Tiempo Ordinario
Antonio Elduayen, C.M.
Queridos amigos:
A la hora de perdonar no hay que preguntarse ni a quién ni hasta cuánto ni cuántas
veces, es lo que nos dice Jesús en una de sus parábolas sobre el Reino de Dios. La
del servidor ingrato, que no perdonó a su compañero, cuando tanto le habían
perdonado a él (Mt 18,21-35). Les diré de paso, que la parábola viene a ser un
práctico comentario del “perdónanos nuestras ofensas como también nosotros
perdonamos a los que nos ofenden”, que rezamos en el Padrenuestro. Hay que
perdonar a todos todo el tiempo, es decir todo y siempre. Más aun, hay que
perdonar sin condiciones, sin explicaciones y sin pedir nada a cambio. Y lo más
sublime y costoso: hay que perdonar de corazón y olvidando,que es como Dios
perdona y quiere que nosotros lleguemos a perdonar.
¿Se han preguntado por qué Dios y Jesucristo son tan exigentes en el perdón y por
qué quieren que vivamos perdonándonos? Bien, la respuesta es muy sencilla, pero
de consecuencias incalculables, pues va en ello nuestra felicidad ahora y más tarde.
Hay que perdonar para ser amigos de Dios e ir al cielo, para amistar con los
hombres y mujeres del mundo y ser felices, para aceptarnos a nosotros mismos y
realizarnos como personas plenas y serenas. Todo con el perdón y nada sin el
perdón. ¿Por qué así? Porque el perdón restablece el orden de cosas querido por
Dios y destruido por el pecado. Dios que es unidad en el amor, lo ha hecho todo
para reflejar esa unidad en el amor. Lo que la destruye (el pecado) es odioso y
dañino; lo que la reconstruye (el perdón) es bienvenido y necesario.
La Biblia está llena de frases y momentos de perdón. En el Antiguo Testamento
sobresalen los salmos del perdón (25, 32, 78, 79, 85, 103, etc.) y en el Nuevo las
parábolas del perdón (el hijo prodigo Lc.15, 11-32; el siervo despiadado Mt.18, 23-
35; los dos deudores Lc 7, 41-50; el mayordomo infiel Lc 16, 1-9, etc.). Podríamos
seguir, pero, por su transcendencia, permítanme que me refiera sólo a la
institucionalización del perdón, que Jesús realiza cuando da a los apóstoles el poder
de perdonar en el nombre de Dios (Mt 16,19; Jn 20, 22-23). Nace así el llamado
sacramento del perdón (o Confesión, Reconciliación). A partir de este momento el
perdón humano (que nos damos cuando nos decidimos a reconciliarnos) y el perdón
divino (que Dios nos da cuando acudimos a Él arrepentidos), se enriquecen con el
perdón sacramental,que es lo máximo.
Hay cien razones para perdonar y ninguna para no perdonar. Sólo el masoquista no
perdona, al dejar que el recuerdo de la ofensa y del ofensor degenere en
resentimiento, en rencor, en odio, que enferman y esclavizan sus vidas. Quien
perdona sana su cuerpo y salva su alma, que libera y ennoblece al mostrarse
magnánimo. Quien perdona se parece a Dios que hace llover y salir el sol para
buenos y malos por igual (Mt 5, 43-45); y que, como el Padre pródigo de la
parábola, está siempre a la espera del hijo para darle, sin palabras, el abrazo del
perdón. Demos el perdón, pero pidamos también el perdón, sobre todo a Dios y
sobre todo por medio del sacramento del perdón.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)