Domingo Vigésimo Tercero del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Ez 33, 7-9; Sal 94,1-2. 6-7. 8-9;
Rm 13, 8-10; Mt 18, 15-20
Iniciamos hoy -en las lecturas evangélicas- una extensa serie dedicada a la vida
comunitaria, casi hasta final del año litúrgico. Hoy se nos presenta la comunidad
cristiana como lugar de corrección fraterna y de oración y el próximo domingo
como lugar de perdón.
En estos dos domingos es significativo que en los evangelios aparezca
repetidamente la palabra “hermanos”: se trata de lo que se llama “el sermn sobre
la Iglesia”. El mensaje de Jesús proclama el espíritu que debe distinguir a los
miembros de la Iglesia en sus mutuas relaciones. Y, podríamos añadir, estas
relaciones las sitúa Cristo como relaciones entre hermanos.
La fraternidad es, pues, la primera consigna constitucional para la Iglesia. La
constitución de la Iglesia tiene -podríamos imaginar- este artículo fundamental:
“todos somos hermanos. Comprtense como hermanos”. Una fraternidad no
sentimental o puramente humanista, sino fruto de lo que constituye la fe cristiana:
“Todos somos hijos de Dios. Comprtense como hijos del Padre que es Amor”.
Esta utilización evangélica de la palabra “hermanos” podría ser también ocasin
para recordar su sentido cuando la utilizamos en las celebraciones. No como una
fórmula, una palabra que toca decir, sino como la expresión más real -y más
comprometedora- de lo que somos los miembros de la Iglesia. Es como el “test” de
nuestra fe: ¿nos consideramos, nos tratamos como hermanos? No podemos
llamarnos hijos de Dios -decir que Dios es nuestro “Padre”- si no hay una práctica
de fraternidad entre nosotros.
Todos somos responsables unos de otros. Es quizá la enseñanza básica del
evangelio de hoy. Si somos hermanos no podemos desentendernos unos de otros.
Debemos reconocer que lo fácil es desentenderse o limitarse a una crítica
insolidaria, a espaldas del afectado. Debemos ayudarnos mutuamente a vivir como
cristianos. A través del “buen ejemplo” -o con palabras más actuales- a través de
un real testimonio de vida cristiana; todos sabemos por propia experiencia que lo
que más nos ha ayudado a seguir el camino de Cristo es ver hermanos que viven la
fe, el amor, la esperanza de Cristo.
Pero también -cuando convenga- esta ayuda debe concretarse en un saber
“corregir al hermano”. ¿Corregir al hermano?: “si tu hermano peca, repréndelo a
solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano”. Es un consejo
difícil el que nos da aquí Jesús.
Por una parte, nos cuesta sentirnos responsables de los demás. En general
preferimos “dejarles en paz y ocuparnos de lo nuestro”, tanto en la vida civil como
en la eclesial. Es la postura típica de los que no quieren participar en la vida de la
comunidad, ni creen que deban ayudar a los que se van desviando del recto
camino. Fue la postura de Caín: ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano? Y sin
embargo, Jesús nos ha enseñado la importancia de la corrección fraterna oportuna.
Al profeta Ezequiel le urge Dios para que no calle, porque callando se hará
responsable de la ruina de su pueblo. Dios le ha hecho “centinela” que ayude a sus
hermanos, que sepa dar la alarma cuando vea que es necesario, y les recuerde que
no se han de desviar de los caminos del Señor. ¿Para qué sirve un centinela que no
avisa?, ¿para qué sirve un perro guardián que no ladra cuando vienen los extraños?
Jesús concreta esta obligación de un hermano para con su hermano, de un
miembro de la comunidad para con otro. Nadie es extraño para mí: me debo sentir
corresponsable del bien de los demás. Si mi hermano va por mal camino, dedo
buscar el mejor modo de ponerle en guardia y animarle a que recapacite. El
procedimiento lo detalla el mismo Jesús, empezando por el diálogo de tú a tú, o
sea, a modo de hermanos, sin agresividad, buscando el bien de la persona, no
hablando a espaldas, ni lanzando a los cuatro vientos los defectos de los demás,
sino teniendo la valentía de hablar a la persona concreta.
El amor al hermano no se muestra sólo diciéndole palabras amables y de alabanza -
que es de esperar que sean las más de las veces-, sino también, cuando haga falta,
con una palabra de ánimo o de corrección. El silencio a veces puede ser
complicidad. Eso le pasa, en un nivel eclesial, al Papa o a los pastores de la Iglesia
cuando en conciencia tienen que llamar la atención sobre direcciones peligrosas que
van en contra del evangelio o de la dignidad humana.
Pero también nos puede suceder en niveles más domésticos:
- en la vida de una comunidad cristiana tenemos que participar y sentirnos
corresponsables, porque no somos “sociedad annima”; tenemos muchas ocasiones
de colaborar con nuestra voz y nuestro trabajo a mejorar las cosas (¿equipos
parroquiales apostólicos, consejos parroquiales?);
- en la vida de familia, el marido y la mujer pueden ayudarse con la oportuna
palabra de ánimo y con una corrección hecha desde el amor; el diálogo entre
padres e hijos puede ser enriquecedor y correctivo, en ambas direcciones;
- en el presbiterio o en una comunidad religiosa, una palabra a tiempo puede a
veces evitar desvíos que llevarían a consecuencias irreparables;
- los amigos son buenos amigos también cuando contribuyen a que el amigo
madure, recapacite y vaya corrigiendo sus defectos.
También habrá que recordar que cuando somos nosotros los que recibimos algún
día una palabra de corrección, tendremos que reaccionar bien: de momento nos
suele saber mal que nos digan que algo no va bien, pero seguro que nos ayudará a
mejorar. Nuestros defectos los conocen mucho mejor los demás que nosotros
mismos.
Eso sí, la corrección fraterna debemos hacerla con amabilidad. No se corrige al
hermano echándole en cara sus defectos. Una cosa es mostrarse indiferente,
descuidando la caridad fraterna, y otra convertirse en inquisidores entrometidos o
que actúan por despecho. Una cosa es ser centinela que avisa del peligro que
acecha, y otra erigirse en juez moralizador o en dueño del bien y del mal.
La clave nos la da san Pablo en la segunda lectura: el amor, la ley fundamental del
cristiano: “a nadie le deban nada, más que amor…, amarás a tu prjimo como a ti
mismo. Uno que ama a su prjimo, no le hace dao”. El que ama sí que puede
corregir al hermano, porque lo hará con delicadeza, lo hará no para herir, sino para
curar, y sabrá encontrar el momento y las palabras. No sólo verá los defectos sino
también las virtudes. Y por eso, porque ama y se preocupa de su hermano, se
atreve a corregirle y ayudarle. Como un padre no siempre calla, sino que habla y
anima a sus hijos, y, si es el caso, les corrige, ayudándoles a cambiar y haciéndoles
fácil la rehabilitación. Como el educador hace lo mismo con sus alumnos y el amigo
con su amigo.
Así imitaremos a Jesús, que supo corregir con delicadeza y vigor a sus discípulos,
en particular a Pedro, y logró que fueran madurando en la dirección justa. Que en
esta semana, y siempre, sepamos actuar como hermanos: con amor y desde al
amor.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)