Domingo Vigésimo Cuarto del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Si 27, 33-28, 9; Sal 102,1-2. 3-4. 9-10. 11-12;
Rm 14, 7-9; Mt 18, 21-35
El domingo pasado dejábamos nuestra reflexión diciendo que sólo con el amor y
desde el amor se recupera plenamente al que peca y que todo reglamento interno y
necesario en la comunidad, debe apuntar a hacer más viable esa recuperación,
actuando realmente de acuerdo a lo que somos, hermanos.
Nuestro evangelio de hoy es continuación de aquél, tratando de romper toda
posible limitación del amor y de la misericordia: Pedro, en un alarde de
acercamiento al pensamiento de Jesús, propone que se perdone al que peca, siete
veces, tres más de lo que proponía el rabinismo judaico.
Pedro arranca de un pensamiento legalista, aunque generoso. Pedro no se
compadece del pecador. Jesús no piensa en la disciplina de la comunidad, sino en
salvar a la comunidad de la ruina que supone la presencia permanente del pecado
entre sus miembros. La comunidad sólo tiene una solución: el perdón; pero no un
perdón pagado en padrenuestros, de régimen interno para hacer visible una
convivencia enferma; sino un curativo, profundo, total; un perdón de amor que
elimina el pecado y sana al hombre.
Pues bien, la muestra más palpable de la profundidad del amor que experimentan
los seguidores de Jesús es que pueden perdonar. En el perdón el amor se hace
concreto y real. Es la persona viva, con todas sus limitaciones y pecados, indigente
y necesitada, a veces molesta e irritante. El perdón es la única posibilidad de amar
en un mundo en que la cruz de Cristo nos habla de la existencia del mal. No
necesitamos cerrar los ojos y fingir hombres que no existen. Amamos perdonando.
¿Tiene límites el perdón? Pero esa pregunta casuística, que intenta fijar la cantidad
y límites del perdón cuando el hermano te ofende, parece sacar el perdón de su
contexto -el Reino del Padre- para devolverlo a la ley. La parábola del empleado
inicuo quiere devolver el problema al único horizonte en que puede ser resuelto: Si
Dios perdona graciosamente las mayores deudas, nadie puede aducir razones
válidas para negar el perdón a otro.
Llama la atención el enorme contraste que preside la parábola. Un empleado del
rey le debía diez mil talentos, millones, una suma inmensa, tal que justificara un
hecho no frecuente: la posibilidad de venderle a él, a su mujer e hijos, y a sus
posesiones. Al empleado, en cambio, uno de sus compañeros le debía cien
denarios, una cifra pequeña, que sólo podía ser exigida con unos días de cárcel.
Lo que pide el empleado que debía tan ingente suma a su seor es slo “ten
paciencia y te lo pagaré todo”. Lo que recibe es “el perdn de la deuda”. Lo que
pide al empleado su compaero es literalmente lo mismo que él a su seor: “ten
paciencia y te lo pagaré todo”. Lo que recibe no es ya el perdn, pero ni siquiera
esa paciencia, sino la cárcel.
El empleado no ha sobrepasado la ley, se ha atenido a ella, pero ha sido incapaz de
transmitir el mensaje de perdón de su señor -Dios- que supera todo lo que él
esperaba. La comunidad del Reino no vive de la legalidad, sino de la inmensa
alegría del padre, cuyo amor y perdón excede de lo que podemos pensar.
Sólo entonces podremos orar con verdad pidiendo el perdón de nuestras ofensas
como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.
En efecto, esta parábola del siervo sin entrañas es una forma de motivar el perdón
en el perdón que Dios nos otorgó a los creyentes. Los términos de la parábola son
intencionadamente exagerados con una sola intención: contra el perdón nunca hay
ni podrá haber nunca razones válidas.
El texto del Eclesiástico que acompaña al evangelio llama odiosa a la cólera que no
perdona, y dice que el enojo es corrupción. El que odia no conoce, porque la razón
del perdón está más en el otro que en mí. El gran perjudicado del no-perdón no es
el otro, sino yo que no perdono. El que no siente perdonar es porque vive fuera de
la esfera de Dios, vive él la noche de su muerte.
También Pablo da una razn para el perdn: “No vivir para sí, sino para Cristo que
muri por todos”.
Creer es saber que Dios nos ama. Sólo cuando un amor grande nos ama, somos
capaces de reconocer que no lo merecemos.
Que durante la semana, sepamos rezar el Padrenuestro: “Perdona nuestras
ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Podemos hacer, en su
momento, el gesto de la paz muy de verdad, con sinceridad profunda. Con la
misma paz que Jesús nos da; como preludio de querer proyectar en nuestros
semejantes el perdón y la misericordia que el Padre derrama siempre sobre
nosotros.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)